La niña Luz

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

La niña Luz es mujer de porte otoñal, alta y delgada, con la tez clara y el pelo negro ceniciento recogido en un moño apretado que le estira la piel de la cara, por cuyos rasgos añejos parece no haber pasado nunca una sonrisa. Vive cerca de la iglesia, en un caserón de muros gruesos y techos altos, fresco hasta en los días más calientes, que tiene detrás un amplio corredor con varias pilas para el agua, un patio empedrado y una serie de alpendes más allá de los cuales el extenso huerto arbolado se prolonga en un baldío hasta la calle que va a El Volcán, ya casi en las afueras de Santa Bárbara.

La niña Luz empezó a interesarse por el arte y los manejos de la hechicería de la mano de una hondureña a la que apodaban la Doña. Ella le enseñó que existían unas energías invisibles y poderosas en el universo, cuyo control requería estudio, práctica, tesón y, sobre todo, cierta calidad del espíritu que no estaba al alcance de cualquiera; le enseñó primero las magias más sencillas, como las que sirven para atrapar los pensamientos ansiosos; pero luego también otras más delicadas, como la mezcla de esencias para combatir los fríos del corazón; y de todas estas artes, le decía la Doña, unas son inofensivas y otras peligrosas, y la sabiduría más importante es aquella que ayuda a vencer la tentación de hacer maleficios cuyo propósito esté animado por el rencor o la ira.

Cuando la Doña murió, la niña Luz pasó a ocupar el espacio que su maestra dejaba vacante y continuó atendiendo a quien buscara sus servicios, sobre todo gente ignorante y crédula, pero no sólo, ya que convertir en realidades los deseos más intensos es una pretensión universal. Y tanto se esforzó, con posterioridad, en ampliar y profundizar en el conocimiento de las artes que la Doña le enseñara, que llegó a superarla con creces. A partir de ahí, la conciencia colectiva ha tejido a su alrededor un enredo de misterio, e incluso de miedo, rayano en leyenda. No hay arte oculta –se dice– ni práctica que le sea ajena, conoce a la perfección los principios activos de las yerbas y, con ellas, puede aliviar los males o preparar poderosos filtros y terribles bebedizos; es práctica en encantamientos y conjuros, rogativas e invocaciones; diestra en el empleo de los polvos de pico de mapache, la rueda de Santa Catalina y la varita de las virtudes; echa males de ojo –transitorios o permanentes–, como el que le endilgó al talabartero, don Lino Márquez, para que sus manos sudaran sangre cada vez que tocase el cuero; lee las líneas de la mano y el chingaste del café; está al tanto de amuletos e interpreta los horóscopos; e incluso se comenta en los corrillos –eso sí, bajando la voz y santiguándose antes de hablar– que está versada en satanismo y nigromancia, la más oscura faceta de su ciencia; que sacrifica, cada miércoles de cuaresma, un conejo capón que ella misma cría con tal fin; que sabe usar la uña de la gran bestia, realizar exorcismos y, en fin, hasta llevar a cabo rituales de vudú.

Allá por donde pasa, su figura hosca desata las lenguas de los vecinos y genera un temor reverencial entre los más supersticiosos; y algunos juran haber sentido un frío repentino en los huesos porque, dicen, su sombra es dañina y marchita la vida que la soporte. Pero lo que más los atemoriza no son tanto sus artes y saberes como la cólera fría y el ánimo vengativo que se gasta. Cuando la señora Eduviges, una viuda muy santulona, delegada de la Legión de María, consiguió del obispo diocesano que el vía crucis se alterase para no tener que detenerse y rezar frente a la puerta maldita de la niña Luz, ésta se vengó enviándole una enfermedad espantosa que la dejó babeando como un tiernito y más seca que una mojama, hasta que la muerte se apiadó de ella.

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