Sentemos una definición antes que nada: en mi opinión lo que los anglosajones llaman remake y que nosotros podríamos llamar refrito se circunscribe únicamente a filmar de nuevo un guión rodado con anterioridad. Si a una nueva versión de Hamlet lo llamamos nueva versión, por redundante que la expresión resulte, no veo porqué a una nueva versión de una novela le tengamos que llamar refrito. El lenguaje sirve para entendernos y el concepto, como decía aquel, es lo que importa.
Los hermanos Coen, Ethan y Joel, como buenos y honrados cineastas estadounidenses, tarde o temprano debían afrontar su género más genuino y propio, aquel que la nación lleva en su interior desde su más tierna infancia fruto de las historias que conciernen al nacimiento del país: el western; y para ello, sorprendentemente acuden no a una historia original y desconocida sino a una novela publicada en 1968 por Charles Portis y que ya fue llevada a la pantalla en 1969 y, claro, para no desentonar, mantienen también el mismo título: True Grit (2010) traducida nuevamente al castellano como Valor de Ley, es pues una historia conocida por el veterano cinéfilo que ya peina canas y por el joven cinéfago que ha devorado lo más conocido en cada género. Porque la versión de 1969 significó un oscar para John Wayne; un premio con aroma honorífico que marca la película, poca cosa más en mi opinión, constituyendo pues doble sorpresa la elección de los hermanos Coen que, como suelen, se hacen cargo de la confección del guión y también de la dirección mancomunada del rodaje.
Uno tiene la sensación que los Coen están perdiendo gas como guionistas al tiempo que su oficio como cineastas se mantiene e incluso crece en tareas importantísimas como la producción, la confección del guión técnico, el montaje y el rodaje y la dirección de intérpretes. Porque nada más ver el inicio de la película uno ya sabe que en esta ocasión la cosa va en serio: hay mucha información en los tres primeros minutos de metraje y está presentada con claridad, economía y fuerza visual, como avisando los Coen que se hallan dispuestos a demostrar que se las saben todas y no van a dejar ni un punto ni una coma de lenguaje cinematográfico sin usar: este comentarista no pude menos que reconocer que, en cuanto a cinematografía, ha quedado plenamente satisfecho con la exhibición, porque aun siendo muy cierto que no hay ningún aporte novedoso, maldita la falta que hace innovar cuando el discurso queda diáfano y terso, completamente inteligible e invisible, únicamente presumible en el recuerdo pausado de lo visto, huyendo de efectismos y trucos baratos, sirviendo a la narración básica.
Los dos hermanitos se sirven para ello de la estupenda colaboración de Roger Deakins que, una vez más, realiza una fotografía espléndida, vívida y pletórica de fuerza cuando conviene, dirigiendo la luz perfectamente tanto en las escenas de interiores como en exteriores nocturnos y diurnos, encuadrando de maravilla personajes y paisaje pero sin deleitarse en los aspectos formales, huyendo, al unísono de los jefes, de la postalita maravillosa. La música de Carter Burwell refuerza muchas de las escenas sin molestar en absoluto, ofrecida a niveles sonoros adecuadísimos, como el resto de efectos: hay que resaltar ése aspecto, porque el equipo de sonido realiza un trabajo magnífico respetando los tímpanos del espectador, lo que es de agradecer.
La baza fuerte de la película reside en el elenco sin dudarlo un instante y para constatarlo es obligado visionarla en versión original: sabiendo que el personaje de Rooster Cogburn valió un oscar para John Wayne, seguro que Jeff Bridges recibió el encargo como un regalo caído del cielo porque el papelito es un bombón para cualquier actor maduro: personajes con algún defecto físico, algún vicio, y algo por lo que admirarlo, sea lo que sea, son objeto de deseo. Incorporar al Ranger de Texas LaBoeuf, visto el precedente, debió ser un desafío para Matt Damon, y seguro que Josh Brolin encaró personificar al traidor Tom Chaney como una oportunidad de mostrar versatilidad.
Segurísimo que cuando Hailee Steinfeld se reunió con los Coen, probablemente asustadísima, estos le susurraron: tranquila, nena, tú mandas.
Del primer al último minuto esa nena desconocida toma las riendas y no las suelta para nada: no cederá ni un ápice en su indisimulada sed de venganza frente a un enorme y bronco ebrio tuerto por mucho que éste se lleve a los mil demonios protestando que no la quiere a su lado, y mantendrá a la distancia oportuna al chulesco tejano que se mueve en pos de una considerable recompensa y además sabrá manejarlos a ambos para que se mantengan juntos pero no revueltos, y cuando tenga que pegarle un tiro al taimado Chaney no lo dudará mal que su poca experiencia le juegue una mala pasada: los Coen demuestran un ojo maestro con la elección de la sorprendente Hailee, un diamante que refulge incluso por encima de sus avezadísimos compañeros de rodaje a los que roba limpiamente sus escenas.
Increíble.
Porque es de justicia reconocer que Bridges vuelve al buen camino de actor serio y se deja de tonterías y efectismos fáciles, quizás porque se da cuenta que Matt Damon, que está trabajando en todo lo que puede, agarra ese tejano y se presenta con unos aires y un porte clásicos en los western de alcurnia, al punto que, saliendo del cine, oigo una voz: "a ese Damon habría que darle más westerns" porque ciertamente aprovecha hasta la última gota el escaso jugo que puede sacar de un personaje que el guión no acaba de cuidar como se merecen las manos en que descansa. Incluso Brolin, con pocas páginas a su cargo, sabe desfigurarse de rostro y voz para componer al malo de la función, al macguffin de todo el tinglado, y lo hace muy bien.
Pero la nena está magnífica, superlativa: tiene una fotogenia que se come la pantalla, una mirada expresiva y un gesto tranquilo, señorial, pausado y dominante, mostrando una fuerza interior que es la que corresponde al personaje: la nena Hailee está interpretando muy bien a esa Mattie Ross seguramente porque los Coen la dirigen perfectamente, cuidadosamente, con cariño, sabedores que en ella reside la fuerza de su puesta en escena: no en vano toda la película es un largo flashback, la narración de una madura Mattie que, voz en off, inicia la película. A la jovencísima Hailee apenas la dejan descollar en los carteles publicitarios y luego tan sólo los británicos del BAFTA la nominan como actriz principal, pero lo cierto es que, sin ella, la película no se aguantaría: ella es la determinación de conseguir vengar la muerte del padre, ella es quien mueve las fichas adelante, ella es el único personaje con historia y motivación inteligible y, en definitiva, ella es quien, por todo ello, manda.
Parece, pues, que el western está todavía lejos de fenecer, porque mientras de vez en cuando aparezcan películas como ésta, las aventuras a campo libre, las noches al raso y las cabalgadas bajo la atenta mirada de los nativos americanos, escenarios prototípicos y deseos y ambiciones universales, conglomerados imperdibles para el cinéfilo soñador, queda esperanza; y diversión. Y, como ya se ha apuntado, mejor en v.o. y pantalla bien grande...