Hace 64 días que salimos de la habitación 351 y seis horas que volví a casa.
Siempre he tenido la impresión de que limpiar es algo así como despedirse. Qué guardas, qué escondes, qué tiras y qué olvidas. Las limpiezas generales, las mudanzas, los cambios de estación… Son una lobotomía a corazón abierto; una autopsia contigo despierto y narrando.
No me gusta recoger, ni registrar, las prisas, los relojes, que me toquen ni que me ayuden. Ordeno los cajones por uso, la ropa por semanas, el botiquín por colores y los bolsos en “por si acaso”.
Hoy toca decidir qué ropa tirar, qué hacer con las sábanas, con las pinturas, los zapatos, los pendientes y los muebles. Todo de una tacada y en un solo asalto. Un ataque sorpresa para asegurarse de que no quedarán supervivientes.
Mi madre siempre me contaba el mismo cuento antes de dormir. “Las aventuras de la niña que miraba al suelo”. No tenía nombre, no sabía su edad y cada vez que le preguntaba cómo era, se inventaba algo distinto al día anterior. Unas veces contaba sus pasos para no perder el ritmo, otras repasaba lo que había soñado esa noche, a veces formulaba grandes planes para arreglar el mundo y otras, simplemente, iba pensando en cómo se iba a peinar al día siguiente.
Algunas noches, la niña que miraba al suelo era pequeña. Me contaba como dio sus primeros pasos sin perder el brazo del sofá de vista, que la primera palabra que dijo se la había inventado ella o que siempre se pintaba los labios antes de irse a dormir. Otras, aquella niña era una mujer que acompasaba sus pasos y parpadeos antes de salir, de grandes gafas de sol, cabeza en alguna parte y pelo oscuro, que mantenía mejor el equilibrio si bailaba cerrando los ojos y que coleccionaba lápices de colores…
Y cada noche, todas las noches, el cuento acababa con aquella niña apuntando lo que había descubierto y aprendido ese día al levantar, al menos una vez, la vista de suelo.
He encontrado los álbumes de fotos. El álbum nacarado de comunión, el de las tapas verdes con todas las fotos de la familia, algunos sobres de KODAK que se quedaron sin colocar, fotos de bolsillo sueltas, los carnets de la biblioteca, negativos de vete tú a saber y un álbum de terciopelo rojo que no conozco.
Y ahí están todas tus fotos, todas mis fotos. Desde mi primera foto de hospital hasta la última que hicimos para estrenar el móvil nuevo. Desenfocadas, antiguas, posando, escaneadas… La mitad no las recuerdo y hay demasiadas que ni si quiera conozco.
A partir de la tercera página, cambiaste las fechas por una pequeña frase debajo de cada imagen: “sin pintalabios no se sueña igual”, “las canciones inventadas se recuerdan mejor”, “seguro que llego”, “no molestar, leyendo…”, y en la última foto, más o menos a mitad del álbum, tu letra tiembla: “No olvides anotar lo que descubras al mirar el mundo”.
Hace 64 días que salimos del hospital y siete horas que volví a casa a recoger tus cosas sin ti. Y ahora que lo he entendido, mamá, creo que antes de que acabe, voy a cambiar el cuento.
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