Saber lo que se nos venía encima nos ayudó a estudiar el problema, en libros, en intenet, y con nuestros amigos el ginecólogo y el ecógrafo. Estos no quisieron influir en la decisión, no estaban en nuestro caso, pero empezaron a aclararnos que no tenía por qué ser como el genetista nos pintó. No eran partidarios de abortar, pero dejaban claro que la decisión era nuestra. Los otros dijeron que en nuestro pellejo abortarían, no querrían un hijo "defectuoso". Todas las posturas nos parecieron fundadas desde sus diferentes puntos de vista. Ahora había que encontrar el nuestro. Nos ayudó mucho mi tía, no por ser Sor Josefina, sino por ser mi tía. Tenía la experiencia que da el trabajar a diario con familias con problemas sociales de toda índole, curtida en la toma de decisiones y de fácil consejo, porque sabe ponerse en el corazón de los demás.
No tardamos en tomar nuestra decisión. Fue meditada, mucho. Fue con dudas, muchas. Fue con miedo, mucho. Pero la primera decisión responsable que habíamos de tomar sobre nuestra hija, no podía ser la última. Incapaz de que mi voz pudiera decir todo lo que sentía, le escribí a la monja, que a la postre sería la madrina de la niña, una larga carta que me ayudó a ordenar las ideas. En ella le conté por qué habíamos decidido traer a nuestra hija al mundo. El ecógrafo, casi emocionado cuando se lo dijimos, se ofreció a hacer un seguimiento intensivo de la evolución del feto, por si surgía algún problema que hubiera que prever.
Betlem había nacido por primera vez poco después de nacer el año 2002