La no-gente

Por Sergiodelmolino

Cuando criticamos los finales felices, muchas veces la crítica es malinterpretada o torticeramente interpretada: se nos tacha de biliosos, malapatas, gruñones, envidiosos, gualtrapas y avaros de cuento. Así que dejaré una cosa clara: no detesto los finales felices porque sí ni detesto todos los finales felices. Sólo odio los complacientes, los que infantilizan al público, los que imponen unos ñoños timoratos que nos suponen incapaces de asumir lo áspero del vivir —y, por tanto, que no vamos a dejarnos el dinero en una historia que incida en esa aspereza—.

Por eso me molesta el final de Up in the air, aunque no sea un happy end estrictamente hablando. Me molesta por previsible, condescendiente y asquerosamente moralista. No lo destriparé —aunque seguramente todos ustedes podrán anticiparlo a los cinco minutos de empezar la peli—, pero que conste que es una mierda.

Especialmente, porque Up in the air es una gran peli que sería mucho más grande con un final negro o, al menos, abierto. Una gran comedia con fondo trágico —esto es, una tragicomedia—: la historia de un hijo de puta satisfecho de su hijoputez que vive viajando, contento por no tener hogar, de vivir en aviones, hoteles y aeropuertos, en esos sitios que cierta antropología de vuelo rasante llama los no-lugares.

Me gustan muchas cosas de Up in the air, pero me quedo con el retrato que se hace de esos no-lugares y de la no-gente que los puebla. Una no-gente que, según la observación de un amigo obligado un tiempo a vivir como el prota de esta peli, compra compulsiva y ostentosamente en los duty free porque gana muchísimo dinero y no tiene tiempo libre para gastarlo (con lo cual, gana demasiado dinero).

Se habla muy mal de los no-lugares. El inventor del concepto, el antropólogo Marc Augé, lo acuñó en plan malrollero, como un síntoma de la disolución del individuo en la sociedad postmoderna y bla, bla, bla. Parece que un tipo con un poco de sensibilidad y con una chispa de viejo humanismo hormigueando todavía en su interior ha de sentir pavor por esos sitios. Y, efectivamente: todo en ellos está medido, homologado, protocolarizado y escenificado de tal forma que domine en ellos una sensación de asepsia y de control. Yo creo que su condición de no-lugares, a diferencia de lo que argumenta Augé —que habla más de yuxtaposición de espacios que remiten a uno solo—, se debe a que tienen todo lo necesario para ser un lugar pero les falta la condición suficiente: la impregnación humana. Es decir: la emotividad, la capacidad de ligarse a hechos y personas.

Son impermeables a la historia y a todo lo que hace interesante un sitio. Por eso parece inconcebible que alguien pueda prosperar en un ecosistema así. Y, sin embargo, haberlos, haylos. La gracia de Up in the air es que va más allá del lloriqueo apocalíptico habitual y se centra en documentar esa fauna que vive y es feliz en aeropuertos, cadenas hoteleras y agencias de alquiler de coches. Un mundo de plástico donde todos los sentimientos socialmente aceptables se escurren sin dejar mancha y donde un depredador hijo de la gran puta —incluso un depredador con la sonrisa encantadora de George Clooney— sabe crecer y multiplicarse.

Up in the air plantea este asunto con mucho talento y mucha gracia, con grandes dosis de acidez y no poca bestialidad. Me ha gustado.