En 1955 la sociedad en Estados Unidos transitaba por una depresión generalizada de lo más propicia para la irrupción de la primera (y a la postre, también última) película como director del grandísimo actor de cine y teatro británico Charles Laughton: se trataba de una retorcida fábula que bien podría recordarnos al cuento de los tres cerditos con un lobo espeluznante encarnado por Robert Mitchum en uno de los grandes papeles de su vida. El mismo actor reconoció años después que el icónico personaje del reverendo Harry Powell había sido el favorito de toda su exitosa carrera. La paradoja fue que la cinta supuso un tremendo fracaso de taquilla y crítica, tachada de galimatías aburrido de dudosa moral, y el desánimo de Laughton le llevó a no volver a dirigir nunca más (al menos para la gran pantalla, sí para teatro). El tiempo ha puesto a esta joya oscura y agónica en su sitio a la vez que nos otorga la perspectiva suficiente como para lamentar que ahí acabara la aventura tras las cámaras del realizador.
El citado "reverendo" es un asesino en serie con piel de cordero al que su compañero de celda le revela en sueños antes de ser ejecutado la existencia de un botín escondido. Cuando el tipo con las palabras "amor" y "odio" tatuadas en sus nudillos (todo el mundo reconocerá a este personaje que trasciende a la propia película, aunque ni siquiera sepa bien de qué) sale de prisión, viaja hasta el hogar del compañero para casarse con su esposa viuda y la obsesión real de sacarle a los hijos el paradero del dinero.
El escenario humano que esta obra nos presenta es egoísta y furibundo, y sólo en la señora (Lillian Gish, estrella del cine mudo) que cuida de los fugitivos niños encontramos la luz que tanto contrasta con las sombras que se alargan por momentos también en lo visual. Todo lo demás es la inocencia infantil luchando contra la negrura que la rodea y un despiadado perseguidor que parece no dormir nunca y aterra al personal por su pasmosa tranquilidad en los actos más terribles. Como ya he dicho con anterioridad, eran otros tiempos, y la tarea interpretativa que hoy cautiva a buen seguro causó desconcierto y rechazo el día de ayer. La imagen de Mitchum con su traje negro, canturreando con la mirada clavada en su presa y una navaja en el bolsillo no abandonará a todo aquél que tenga el tino de engrosar su cultura cinematográfica con este indispensable título.