Por Eduardo Febbro
En estas horas confinadas, su respiración insumisa a las reglas del mercado acompaña a quienes atraviesan París en un eje Este-Sur-Norte. Son muy pocos los anarcos bohemios que la transitan y demasiadas las mujeres y hombres que duermen en la calle. Se juntan en grupo y defecan a orillas de las veredas. Comen y beben lo que la generosidad del día les dejó entre las manos. Ningún cartel o reflejo artificial intercepta el halo lunar que baña París. Es la noche del liberalismo. Sus luces no pueden tentar ni adulterar. Un momento puro en la Place de la Bastille, un paisaje límpido y sin amenazas desde el Pont de la Tournelle. El vacío nunca ha sido tan bello. Los escasos autos que pasan “son el mismo auto” (Henri Michaux, L'auto de l'avenue de l'opéra).
El liberalismo había hecho de la noche una inversión bursátil y con ella expulsó de sus territorios a quienes la frecuentaban como un espacio de íntima transgresión. Los bares underground se volvieron bares a la moda, con más luces, más gente, más códigos vestimentarios, más competencia de apariencias. Las reglas normativas de la sociedad nocturna transmitidas por la tecno cultura liberal aspiraron al vagabundo, al curioso ocasional, al estudiante pobre, al desempleado insomne, al trabajador en busca de un alto, a los enamorados sin plata, al solitario, al fiestero o a los grupos de amigos.
La cuna del París popular pasó por el tubo de la especulación financiera. Las callejuelas de la Bastilla, el Boulevard Ménilmontant, los alrededores de La République, Oberkampf, el mismo Le Marais, el barrio Latino, la Rue Mouffetard o la Place Clichy fueron colonizados por la versión más gentrificada de la noche. Cerca de Saint Michel, el Aux Trois Mailletz fue durante años y años una catedral nocturna de mezclas y contrapuntos sociales instalada en un edificio del Siglo XVIII.
La democracia perfecta al amparo de la noche. Por allí pasaron Arturo Sandoval y Nina Simone. Nina cantaba en esas cuevas de jazz del Bario Latino donde se pagaban dos monedas. En Aux Trois Mailletz había un piano en un rincón donde los clientes tocaban lo que les daba la gana a lo largo de la noche: se juntaban actores, músicos, periodistas, laburantes de la noche, príncipes y cafiolos, proxenetas y profesores de la Sorbona, estudiantes, vagabundos y delincuentes. De todo este rejunte popular de canallas urbanos y aristócratas desvelados pocos, muy pocos pueden pagar ahora 18 euros por una cerveza. Allí, con el escritor colombiano Santiago Gamboa, festejamos los cinco años de mi hija. La chiquitita estaba entre nosotros, rodeada de aquella nube feliz de malandras y señoritos cantando Emmenez-moi, de Charles Aznavour. Si hiciéramos esto hoy con una niña de 5 años iríamos presos. La noche se volvió rígida, policial, presentable según la normativa del capitalismo nocturno. Perdió su péndulo incierto entre desdicha, inspiración, introspección y revelación. La vida nocturna ha sido diseñada para que sigamos los senderos del consumo dirigido y no el vagabundeo del placer.
Ya no hay tampoco donde ir con diez euros en el bolsillo. Muchos bares no sirven más café en la barra a partir de las ocho de la noche y tomarlo en la mesa cuesta 4,75 euros en vez de los 2,20 habituales. Lo peor es el rebote para las mujeres. Todo este supuesto buen gusto y dictamoda nocturna es un territorio de cazadores agresivos para las mujeres solas. Los bobos y los gentrificados se visten bien, pero olvidan el «female friendly» inventado por el geógrafo Robert Shaw.
París desierta. La noche es de todos, amplia, generosa y gratuita, sin estímulos inalcanzables. Protegidos por la obscuridad, los bichitos nocturnos pululan como niños excitados en una fiesta sin padres que los vigilen. Aquel París Canaille (París Canalla) de la canción de Leo Ferré sopla sus brumas de antaño sobre la ciudad confinada: París Bandido / De manos que se deslizan / No tienes amigos / En la Policía. Los montajes económicos que industrializaron la noche se ven a esta hora en toda su opacidad destructora. Son las tres de la madrugada. Sólo hay almas peregrinas arrastrando su pobreza a cuestas.
El esqueleto en sombras del capitalismo nocturno muestra la otra cara: ese capitalismo productivista no expulsó al pueblo sino a los pueblos de la noche. Porque eran muchos y allí se alimentaban su magia y su energía. La noche popular igualaba, juntaba bacanes golpeados por penas de amor con trabajadores, mezclaba en su secreto reyes con mendigos, raperos con pianistas clásicos para compartir una copa y contar lo que siempre nos mantiene en vida: historias de amor y de guerras, de hijos y pasiones, de viajes y cimas, de fracasos, de culpas y alegrías. La noche democrática del alma se fundió en una industria de privilegios que hizo de París una capital de monarcas nocturnos. Droga y alcohol caros, fiestas reservadas, locales con guardaespaldas trajeados. Habría que volver a diseñar la noche para que no continúe expulsando a quienes antes protegía. ¿ A dónde van a hacer una parada los repartidores nocturnos, el personal de limpieza, los choferes de Uber, los taxistas, los mozos, los colectiveros, los porteros cuando cambian de turno, los informáticos, los médicos y enfermeros de guardia si ya no hay una mesa que los ampare ?.
Y no sólo eso: cómo gestionar la penetración productiva del día sobre la noche. Luc Gwiazdzinski es uno de los precursores en Francia de los estudios sociológicos sobre la noche. Sus trabajos apuntan hacia ese productivismo nochero que borró la frontera entre la noche y el día y que introdujo la disciplina de la producción en un espacio tiempo históricamente indisciplinado. París ya casi no amanece porque el día no se desvanece. Nos queda esta canción de Jacques Dutronc para verla despertar: “Il est cinq heures, Paris s’éveiile” (Son las 5, París se despierta) La vida natural es evolución. Un gusano se vuelve una mariposa. El capitalismo hizo de la mariposa una larva colonizadora. Sin la noche, no habría Novalis y su magistral Himno a la noche, ni nuestra Alejandra Pizarnik: “Poco sé de la noche / pero la noche parece saber de mí / y más aún, me asiste como si me quisiera, / me cubre la conciencia con sus estrellas”.
Eduardo Febbro