La pasada noche ha sido la más larga del año porque hubo que añadir una hora a su duración. Es el atraso horario que cada año hay que acometer y que nos obliga, en la madrugada del 27 de octubre, a retrasar la hora desde las tres a las dos, razón por la cual la noche dispone de una hora añadida. El año que viene, en primavera, recuperaremos esa hora al adelantarla en los relojes, en un baile horario que nada lo justifica y vuelve locos a nuestros relojes biológicos internos, obligándolos adaptarse a unos cambios arbitrarios que alteran más que benefician. El único motivo que explicaría estas modificaciones caprichosas sería el de la conveniencia para el sector turístico, pues permite que la luminosidad del día se mantenga hasta lo que, en las demás estaciones, sería ya la noche. Días extremadamente largos de insolación que, aparte del negocio de las bebidas, piscinas y restauración, invita al derroche en refrigeración que muy poco ahorro acarrea al consumo energético del país. Pero el beneficio de un sector particular parece prevalecer sobre el interés general, aunque ocasione trastornos a la salud y alteraciones en las costumbres. Y lo peor de todo es que se adoptan estas iniciativas, tal vez necesarias en un momento de crisis energética del siglo pasado, para no desentonar con el comportamiento aborregado de una mayoría de países de Europa, en la que sólo unos pocos de ellos mantienen inalterable y en correspondencia con su huso horario la hora oficial, sin tantas excusas y falsas justificaciones. Hoy, además de madrugar hartos de estar en la cama, el día también se nos antoja largo por la necesidad de habituarnos a unos cambios lumínicos a los que nuestros sentidos y el estómago no estaban acostumbrados. ¡Valiente estafa!