Esta Semana Santa he ido a ver a una de mis hermanas, que vive fuera de Madrid. Salímos y antes de acostarnos nos tiramos casi una hora de tertulia, de madrugada. Yo nunca podría sostener una conversación tan intensa delante de una taza de café con legañas en los ojos, pero de noche todo cambia. De hecho, cuando tenía exámenes me quedaba hasta tarde a estudiar. Probé una o dos veces eso de madrugar, pero me dormía delante del libro o de los apuntes y no repetí.
Ahora, con la llegada del calor, me da pereza acostarme y eso es un problema si tu despertador suena a las siete. Tengo el cerebro en ebullición y a las diez de la noche estoy despejadísima. En invierno puedo meterme en la cama pronto si mis obligaciones me lo permiten. Acostarme a leer, debajo de la funda nórdica, pero ahora eso es imposible. No sólo porque la funda nórdica ha quedado desterrada (no me gusta ni esa que dicen de verano) sino porque tengo ganas de noche, que además en esta época del año son más festivas -y eso que aborrezco el calor-. De quedarme mirando por la ventana al cielo, a ver si la contaminación me deja ver alguna estrella -quien vive en el campo lo tiene más fácil-, de percibir el ruido de las terrazas, de leer o escribir.
Lo único que siempre me ha asustado de la noche, y eso tanto en verano como en invierno, es que hace los problemas y las preocupaciones más intensos. Cualquier inquietud, por nimia que sea, se aviva. Es más, como trates de meterte en la cama con algún dolor del alma, no logras descansar. Por la mañana, recién levantada, no está una para comerse el tarro. O notas pesadumbre, y parece que pesa más que la tristeza.
Y esto lo digo porque hoy, ordenando entre mis cosas, he encontrado unos papeles que me han hecho viajar al pasado, a una ruptura sentimental. Hace bastante de aquello, pero al ver el nombre de esa persona, al que recuerdo con cariño a pesar de todo, he recordado que es la única persona por la que he pasado una noche sin dormir ni una hora. Ni siquiera una cabezada. Una noche de vigilia absoluta.
Bueno, aquí tendría que mencionar mi primera noche como mamá. Las molestias del parto unidas a la emoción de tener a mi bebé también me impidieron pegar ojo, ni un sólo minuto. Pero estaba feliz y aquella otra noche por aquel chico, una noche que además era de verano, fue la más larga y amarga de mi vida.
Hoy casi me ha dado la risa, porque me parece que no era para tanto, que fue lo mejor, que he hecho frente a problemas realmente duros, dolorosos, serios y he sufrido mucho más que por aquello. Y no obstante, en noches más aciagas, alguna que se me ha antojado terrible incluso, he podido dormir, aunque fuera un par de horas. Esa noche fue la más larga de mi vida y si escribiera este post por la mañana no vendría a cuento hablar de ello. Probablemente lo cuento porque son las once de la noche y el momento, la noche, invita a ello.