La noche navegable, por Juan Villoro

Publicado el 03 diciembre 2011 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg

Editorial Booket. 129 páginas. 1ª edición de 1980, ésta de 2010.

En julio de 2007 me levantaba por las mañanas relativamente pronto y, tras desayunar, me iba a la biblioteca de Móstoles, donde podía disfrutar de un aire acondicionado que, como comprobé este último verano, ha sido uno más de los lujos que la crisis se llevó por delante. Allí echaba la mañana escribiendo unas dos horas y leyendo otras dos. Y ésta me parecía una gran forma de aprovechar las vacaciones de profesor. Escribía una novela que hoy, más de 4 años después, tras unos cuantos entusiastas rechazos editoriales, aún tengo peleando en algún premio literario y leía A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust en la nueva traducción de Mauro Armiño para la editorial Valdemar. Y leí Por la parte de Swann (por segunda vez, la anterior fue en Alianza) y A la sombra de las muchachas en flor, en un pesado volumen que, sumando las notas, casi alcanza las 1.000 páginas con una caja de edición apretada. Éste de 2007 iba a ser el verano Proust. Había comprado el estuche con los 3 volúmenes de A la busca del tiempo perdido de la edición de Valdemar en la feria del libro de Madrid. Pero después de A la sombra de las muchachas en flor decidí tomarme un pequeño descanso con alguna novelita corta de H. G. Wells. En agosto me habían invitado a una boda en Hamburgo, y aproveché para organizarme un viaje por Alemania. Me pareció excesivo meter en la maleta el volumen II de A la busca del tiempo perdido y me acabé llevando otro libro de Valdemar: El candor del padre Brown de G. K. Chesterton.

Me recuerdo, un día nublado, paseando por las orillas del Rin en Bonn, interrogándome culposo si seguir con Proust cuando volviera a Madrid o ponerme a leer otra cosa. Ya me daba cuenta de que no iba a conseguir leer todo A la busca del tiempo perdido antes de que acabase agosto, y por tanto, si seguía, al finalizar las vacaciones debería llevar los pesados volúmenes de Valdemar, que no cabían en mi maletín de profesor, en el transporte público. Y creo que, a pesar de las notas que había tomado sobre el volumen I en un cuaderno, a pesar de sentir que Proust me había descubierto aspectos sobre los mecanismos de la memoria de los que había sido consciente, pero que nunca me había encontrado verbalizados, y sentir por tanto que Proust era un genio absoluto, me venció su ritmo excesivamente lento. Y ya de vuelta, en España, intenté tomar un libro que me pareciera lo suficientemente bueno como para aplacer mi sentimiento de culpabilidad hacia el abandono de Proust. De esta forma –me imagino que ya, el posible lector de esta entrada, se estará preguntando por qué hablada tanto de Proust y Alemania- llegué a El testigo de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), cuyas 470 páginas habían sido merecedoras del premio Herralde de 2004, y que yo había comprado de segunda mano en una librería cercana a Manuel Becerra y acumulado en mi rincón de inleídos, unos meses antes.

Había visto en persona una vez a Juan Villoro: en el café Gijón de Madrid, un viernes lluvioso, en noviembre de 2005, si no recuerdo mal. Yo tomaba un café con una compañera del colegio donde trabajo y en una mesa cercana me fijé en Villoro: alto, serio, tomando también un café acompañado de una mujer. Sabía quién era, aunque en ese momento, además de no haber leído nada de él, no recordaba su nombre. Lo que había doblemente ridículo acercarme a su mesa pasa saludarle con un improbable: «Hola, disculpe señor, no recuerdo cómo se llama, ni he leído nada de usted, pero sé que ha ganado el premio Herralde y que era amigo de Roberto Bolaño. Enhorabuena.»

Las 470 páginas de El testigo me gustaron mucho, conseguí entrar de forma perfecta en la personalidad del narrador mexicano de vida europea que regresa a su país natal, en busca de los posibles últimos poemas olvidados del poeta que admira (algo que me pareció muy bolañesco), y me gustó también observar el contraste del México actual de narcotraficantes y excesos con otro país rural donde todavía se habla de las primeras décadas del siglo XX y las revoluciones.Y con esto no quiero apuntar que Villoro me parezca un escritor más importante que Proust, sino que yo, en aquel verano de Proust, necesitaba como lector un cambio de ritmo, y Villoro me lo aportó.

De este autor escribe Roberto Bolaño en Entre paréntesis: “Acaba de aparecer en las librerías españolas el último libro de cuentos de Juan Villoro, La casa pierde (alfaguara), diez cuentos excepcionales, con ese raro poder que tiene el escritor mexicano no para asomarse al abismo sino para permanecer en el borde del abismo”. Busqué los libros de Villoro en librerías de segunda mano y compré éste de La casa pierde (1999), que contiene alguno de mis cuentos favoritos, entre los publicados por la nueva generación de escritores hispanoamericanos nacidos a partir de la década de 1950. Encontré también la novela, publicada por Alfaguara, Materia dispuesta, 3ª edición de 1997, sobre un adolescente que crece en un México D.F en continua expansión. Me gustó, pero quizás aquí el ingenio con que Villoro escribe sus frases lastraba la eficacia de la historia.Y compré cuando apareció en Anagrama en 2008 el libro de cuentos Los culpables, con 7 narraciones notables, pero que en conjunto no superaron en mi recuerdo de lector a La casa pierde.
Cuando viajé este verano a Estados Unidos, ya conté que en una librería de Manhattan, cercana a Little Italy, McNally & Jackson (52 de la calle Prince), compré La noche navegable, el primer libro publicado por Juan Villoro, en 1980, en la editorial Joaquín Mortiz. Y uno de los motivos por los que lo hice fue el de pensar que La noche navegable no se comercializa en España.


Hace un tiempo en El cultural -del periódico El mundo- existía una sección en la que diversos escritores explicaban de qué forma llegaron a publicar su primer libro. Recuerdo que allí Villoro habló de La noche navegable y contó que había tenido que esperar más de un año, desde su aceptación, para verlo publicado. Así que si el libro está finalizado en 1979, los 11 cuentos que se incluyen en él deben estar escritos cuando su autor contaba unos 21-23 años. El nivel de los cuentos de La noche navegable no es comparable al de La casa pierde o Los testigos, pero, teniendo en cuenta la edad del autor cuando fueron escritos, el conjunto es más que notable, y me gustaría pensar que para un atento lector mexicano que pudo leerlos allá por 1980 tuvo que parecerle que Villoro era un autor muy joven y más que prometedor.

Casi todos los cuentos hablan de lo que se puede hablar cuando tienes 22 años y quienes ser novelista: de la adolescencia, la infancia o la primera juventud. Y la cercanía del autor a estas etapas de la vida es tan grande que muchas de las sensaciones adolescentes universales se encuentran plasmadas en La noche navegable. Así en el primer cuento, Huellas de caracol, asistimos a la posible quiebra de la amistad de dos adolescentes aficionados al monopatín cuando aparece una chica.La mayoría de los cuentos transcurren en México, pero algunos lo hacen fuera del país, y concretamente en Alemania el titulado Un pez fuera del agua, que nos habla de un mexicano de 20 años que viaja por Europa y asiste a un concierto, con toda su dosis de aventura precaria y fragilidad de joven fuera de casa. Y otro de los cuentos, El verano y sus mosquitos, transcurre en un internado de Estados Unidos, aunque sigue estando protagonizado por un adolescente mexicano. Este cuento me ha parecido el mejor del libro, por su poesía y su dosificación de una violencia subterránea que no lleva a materializarse.

La noche navegable quizás sea el más complejo de los 11 cuentos y el que prefigura el camino literario que va a seguir un Villoro más adulto, ya que se narra en él la relación de dos parejas con unos saltos temporales que me hicieron tener que releerlo entero porque, debido al tiempo marcado por el transporte público, lo había tenido que dejar a medias y al retomarlo me perdí.Y la juventud del autor hace que en este cuento convivan frases ajustadas y evocadoras como ésta: “Sientes que sales a un país repleto de polvo y de perros callejeros” (pág. 82) con otras más obvias y desafortunadas como: “Volvieron a caminar, los cuatro sentían esa armonía que deben tener las estrellas de la Vía Láctea, extendida sobre sus cabezas con su clásica imagen de leche derramada” (pág 80).

Si bien el tono del conjunto es realista, se podría hacer una lectura fantástica de Después de la lluvia, cuyo final morboso puede recordar a algunas páginas de autores modernistas, o de un modernismo raro parecido al practicado por el uruguayo Felisberto Hernández.

No me ha gustado el cuento titulado El cielo desnudo, el más corto y de composición más simple, al existir un único personaje que sólo rememora una historia que prácticamente carece de acción. Además creo que aquí, como excepción, el Villoro de 21-23 años intenta plasmar la vida de alguien de más edad que él y aún no tiene la experiencia vital necesaria.

Como conclusión debo apuntar que La noche navegable, cuando apareció en 1980, ya mostraba –aunque en estado larvario- las dotes naturales del que iba a ser uno de los escritores más destacados de su generación, dotes confirmadas sobradamente en libros como El testigo y La casa pierde.En la biblioteca de Móstoles tienen El disparo de Argón (1991), la primera novela de Villoro, ahora revisada y publicada por Anagrama, que terminaré leyendo. Y de este modo, si me vuelvo a encontrar con Juan Villoro en el café Gijón ya podré acercarme a su mesa y saludarle con propiedad. Y quizás hacerle sentir un poco culpable por no haberme permitido continuar, en su momento,  con la obra de Marcel Proust.