Me hice escritor para leer las historias que nadie podía contarme. Fue más tarde, cientos de historias después, cuando comprendí que otros contaban las historias de un modo que yo no alcanzaba o que ninguna de mis historias me interesaba más allá del tiempo que me ocupaba escribirlas. Sin embargo, a pesar de toda esa fiable evidencia, no he dejado de escribir casi a diario. En cuanto abandono el hábito, por prescripción propia, por cansancio, por falta de concentración o de inspiración, noto un cierto desfallecimiento espiritual. Como si ese inventario doméstico de pequeños registros, encomendados al blog o a un archivo que ocupa un rincón inapreciable en mi escritorio de windows, me inoculara fuerza para escalar la cumbre de los días o como si, en otro sentido, escribir me hiciese dormir más placenteramente, habiéndome contado las cosas del mundo, convertidas en historias, en frases sueltas las más de las veces, en apuntes nada rigurosos, a los que tal vez les falta una dedicación más concienzuda, un modo menos liviano de manejarlos. Por eso soy incapaz de escribir una novela: ya me cuesta mantener el tono en un cuento como para atreverme a que mi ingenio, el que pueda poseer, se adentre en la creación de una historia monumental. Porque eso son las novelas: asuntos de cierta monumentalidad, empresas que exigen una especie de profesionalización. No me imagino escribiendo diez páginas diarias o veinte durante varios años. En realidad no es que no me vea capacitado para escribir una novela: a lo que no llego es a escribir una que me agrade a mí al modo en que lo hacen (a veces) los relatos que escribo o algunas entradas de este blog. Arranqué una novela a principios de verano. Ha durado tres capítulos. No sé continuarlos. La releo y me molesta el barullo de cosas y la torpeza con que se van trenzando. No es que la considere un insulto al lector, un atropello a su inteligencia o alguna de esas sutilezas con las que a veces los críticos de fuste despachan sus irritaciones librescas: lo que contemplo es un sprint enorme que de pronto deviene en una pájara absoluta. No poseo la mesura que requiere el trabajo. Tampoco me siento dueño de lo que escribo. Se me van escapando esas pequeñas posesiones diarias. Podría incluso reconocer que hay algunas que prosperan, pero resultan al final deslavazadas, separadas del útero firme de donde partieron, boqueando en el aire, como un pez súbitamente sacado del agua. Escribo esto a poco de haber eliminado esos capítulos, no más de ochenta páginas, revisadas un par de veces, corregidas en detalles que nunca pensé que mi ligereza adveriría (en esto agradezco siempre las recomendaciones de mi amigo Pedro) y mimada en lo primordial, en la adquisición de una trama: en una lo suficientemente atractiva como para que no recaiga todo en la hilazón más o menos rigurosa y cuidada de las frases, en la bendita forma a la que tanto procuro inclinarme cuando escribo. He disfrutado al borrar el archivo de la novela sin titular que me ha ocupado el mes de julio. Pensé, poco antes de sacrificarla, que todo había sido una tentativa de la que, apurada, saldría más adelante una criatura más entera, a la que le pudiera entregar un afecto más hondo. Lo malo de esta manera mía de obrar (escribir, razonar lo irrelevante de lo escrito y finalmente sacrificarlo) es que no es la primera vez que sucede. Gabriel, mi buen cuñado, me exige la novela. Me pide que le dedique el tiempo que merece. Que solo así calibre si valgo como escritor o no. Que solo llegar al final permite pensar sobre la travesía. Nada que me quite el sueño, por otra parte. Nada que malogre el resto de los asuntos que me hacen vivir y disfrutar de mi sencilla existencia. Aparto (pues) la idea de empezar la novela este verano. Tampoco lo hice el verano pasado ni probablemente la comience el próximo. Mientras tanto, en el ir y en el venir de mi corazón a mis asuntos, disfruto con la idea de que cualquier día, a poco que me preste, doy con la frase desde la que se abren el resto de las frases. Siempre pensé que las novelas se construían así. Que en su portentoso arranque, en sus primeras líneas, estaba el argumento entero. Secretamente encerrado. Como un rumor dentro de un rumor. Como una confidencia que se esconde dentro de otra. K. me anima como puede. Me hace ver que esto suele pasar. Se esmera, el pobre, en procurarme el alivio que no le pide. Quizá me siente bien este papel de novelista frustado. Incluso podría ser un personaje de una trama que me interese. Álex, mi hermano norteño, me reprenderá cuando hablemos. Dirá que no debí eliminar nada, pero él sabe que en ocasiones es mejor empezar de cero, aunque sea empezar de cero muchas veces.