A veces no pasa nada, termina el día en blanco, se cierra sin que nada lo diferencie del anterior ni se advierta que algo va a hacerlo distinto al siguiente, pero hay días en que la luz hace que los objetos parezcan nuevos, días idílicos, en los que todo adquiere un sentido, en donde las palabras cobran significados que no tenían o en donde los cuerpos, cuando se abrazan, encuentran el amor que ya no recordaban. Cree uno pertenecer a a una casta elegida, una de seres privilegiados, dotados de una sensibilidad exquisita, impregnados de una armonía absoluta. Yo creo que lo que hace que no seamos todo lo felices que quisiéramos es la ausencia de esa armonía, de esa especie de confort espiritual que permite interrogar al mundo, cargarse de preguntas, pero no indagar en las respuestas, no tener necesidad de darle a todo una razón o de confinarlo todo en un lugar seguro, al que acudir cuando las nubes principian tormenta y el alma zozobra y se ablanda. Al alma se le tiene el respeto que en ocasiones no le damos al cuerpo. Al ir conciliando el sueño, cuando el día va clausurando su trama, sucede la conciencia: se tiene la idea de que algo hay ahí adentro y de que pugna por manifestarse, por hacernos sentir bien o mal, permitiéndonos dormir o evitando que ese acto maravilloso, de cierre y de limpieza, se malogre, se pervierta, se convierta en un tormento. La novela que yo querría escribir vendría a ser una extensión de este aburrido carrusel de reflexiones. Quizá por eso no me decido: voy dilatando el momento de afrontar el comienzo, de creérmela. Siempre que empieza el verano me hago las mismas preguntas. Creo que solo trato de evitar de que el día termine en blanco, se cierre sin que nada lo diferencie del anterior ni se advierta que algo va a hacerlo distinto al siguiente. Mientras vaya desarrollando la novela, crearé de algún modo una réplica manejable de la vida que nunca poseo. Iré avanzando y retrocediendo, concediendo plazos y cerrándolos bruscamente, considerando el modo de que la novela no sea visible y se lea sin que parezca en ningún momento de que se está leyendo una novela. Será una novela invisible, Álex, Pedro, Juan, Antonio, Auxy. Será la novela aplazada, de la que tengo un argumento, con la que he soñado y de la que me siento, en cierto modo, padre irresponsable, teniéndola abandonada, sin acometerla nunca. El verano sirve para todas estas cosas. Escribe uno, se va dejando el alma, una parte poco consistente del alma, por supuesto, en lo que escribe. Estaría bien que todos estos barruntos míos pudiera verbalizarlos, explayarme en su épica sin músculo, someter ese discurso privado al claustro de los amigos, esperando un consuelo. Porque la novela no llegará nunca, no habrá novela, no tendrá la paciencia ni los bártulos que la forjen. No porque no sea capaz, no porque la pereza me desarme: serán otras razones, será el placer que produce organizarlo todo, extender los materiales sobre la mesa, idear las tramas, componer los paisajes en la cabeza, incluso el tono de voz y los nombres de los personajes, y luego claudicar, convencerme de que habrá ocasión mejor. Soy muy bueno convenciéndome de que siempre habrá una ocasión mejor mañana. La novela es una cosa de mañana. Seguro. La mía, la aplazada, se está convirtiendo en un argumento en sí mismo. Quién sabe si ya la estoy escribiendo. Sin percartarme mucho. Sin tener verdadera conciencia de que la estoy creando. Las mejores novelas están ahí, en los preliminares. No habrá nadie que no tenga una novela en la cabeza, una suya, incontestablemente suya, privada al modo en que pocas cosas puedan serlo.