Pinar del Río, Cuba, 1984-1990.
Don din, don din, don din, don din, don din, don din, don din... Son las 5.45 de la mañana. Suena la diana por los altavoces. 60 niñas de 11 y 12 años duermen en filas de diez, cinco literas con sus respectivas taquillas. Cada taquilla, sin puerta, está dividida en tres partes. Una pequeña encima donde van los libros. Una vez, detrás de los libros que iban quedando al fondo, encontré un montón de cucarachas. Otra parte central, donde se cuelga la ropa de trabajar en el campo y se coloca horizontal la maleta, que no puede llevar candado ni cerrarse, pues pueden ser inspeccionadas por la dirección mientras estamos en las clases. Y una debajo, donde van los zapatos, chancletas y tenis. Don din, don din... Se encienden las luces. Por los altavoces suena la radio con un tema de Silvio Rodríguez: Esta es la nueva escuela/ esta es la nueva casa/ casa y escuela nueva/ como cuna de nueva raza. "Todo el mundo abajo", va gritando la profesora de guardia. A las más remolonas nos cuesta levantarnos. Somos siempre las mismas, las últimas en acostarnos y las últimas en levantarnos. Por la noche, las luces se apagan a las 10, o a las 10.30, ya se me olvidan un poco las horas. Algunas seguimos contando chismes bajito un ratito más. Nos contamos películas que hemos visto el fin de semana, hablamos de chicos guapos. El director, un señor bajito y calvo con muy mal carácter, un día me sorprendió en su ronda nocturna alabando el pelo rubio de no sé qué ídolo juvenil y atronó en voz alta: "¿y el pelo mío no te gusta?". Pretendía ser un chiste, pero todas nos quedábamos temblando. Por la mañana, claro, teníamos muchoooo sueño. Sueño y hambre permanentes. Pero con tal de dormir unos minutos más, algunas renunciábamos al desayuno. A las 6 y media, al equipo que le tocaba limpiar debía dejar brillando todo el albergue. Un equipo de diez niñas, por filas de camas se rotaba cada semana para limpiar. Los albergues había que limpiarlos ¡tres veces al día! y dejarlos como los chorros del oro, el subdirector de guardia venía a inspeccionarlos antes de salir y no podía encontrar una mota de polvo sobre una taquilla o un pelo en un tragante del baño. A las 7 de la mañana, formación. Todos los grupos en fila. Acto matutino con lecturas revolucionarias. Consignas de "Seremos como el Che". "Somos fragua martiana, marxista-leninista, forjadora de futuros comunistas". Revisión por la fila a ver si todo el mundo usaba el uniforme correctamente. Los varones tenían que estar bien pelados, no podían llevar el primer botón de la camisa abierto ni las patas de los pantalones muy estrechas ni ninguna cadena o arete. Las niñas no podíamos usar adornos de pelo si no eran azules o blancos, los colores del uniforme. Las medias blancas justo por debajo de la rodilla. Los zapatos negros colegiales y bien limpios. Subida a las aulas a las 7 y 30. Seis turnos de clase. En el receso nos daban de merienda un batido de fresa de polvo diluido en agua, y unos dulces muy secos, por los que no obstante la gente se peleaba si sobraba alguno. Al finalizar, también había que limpiar el aula. Dos niñas o niños cada día. A la una y media de la tarde, comedor y abrían los albergues. De almuerzo, en una bandeja metálica, arroz blanco, frijoles negros, spam (oh, el spam entonces no era email no deseado, sino un ¡embutido de carne que venía en lata de la URSS!), un poco de col picada y un vaso de leche. Se hacían colas y te marcaban en una tarjeta para que no pudieras pasar dos veces. ¡Eran buenos tiempos en el comedor! Años más tarde llegó a haber solo arroz y un limón. Después de comer, vuelta al albergue y cambio de ropa por la ropa de trabajo. Por la tarde, según grupos, a algunos nos tocaba entrenamiento en ciencias exactas (yo era de un equipo que competía en Matemáticas y entrenábamos todo el año para luego ir a los concursos nacionales y a las competencias con otras escuelas), otros pertenecían a equipos de deportes (judo, ajedrez, pelota...), otros limpiaban los pasillos y los comedores, y la mayoría, iban al campo a hacer trabajo agrícola. Sí, dos o tres horas interminables de trabajo con la azada, que en Cuba se llama guataca y da origen al verbo "guataquear" que además de labor agrícola significa adular a los jefes. El trabajo ennoblece. No he dicho aún que estudié en un centro que se llamaba Escuela Vocacional. Era una especie de escuela para alumnos de altas capacidades, a la que se entraba por nota. Una en cada provincia. Eran las mejores escuelas del país, las que mostraban al mundo como ejemplo del gran sistema educativo cubano. Una mezcla de internado suizo con cuartel militar. Esas escuelas tenían laboratorios de física, química, biología, computación, teatro, anfiteatro, piscina (casi siempre sin agua), canchas deportivas, cafetería, etc. El resto de chicos estudiaban también en escuelas internas, pero con muchos menos recursos y mucho peor ambiente. El acoso escolar, los robos, los abusos y la suciedad eran mucho mayores en esas escuelas normales que en la "vocacional", donde también había pero menos. Recuerdo cuando entré en séptimo grado, once años, las niñas caminábamos por los pasillos agarradas de la mano fuerte unas a otras, éramos nuestro propio sostén. Alguna vez me dejaban llamar por teléfono desde una centralita a casa (luego eso desapareció) y recuerdo el nudo en el estómago, los nervios cuando se podía llamar por teléfono o cuando era el día de visita de los padres, solo los padres de la propia capital provincial podían visitarnos, a quienes eran de otros municipios los padres no podían desplazarse para esas visitas. Un nudo permanente el estómago, que aún me viene automáticamente los domingos al atardecer, que era la hora en que prepárabamos la maleta y salíamos a los puntos de recogida donde las guaguas nos tragaban de vuelta a la escuela. A las cinco de la tarde volvían abrir los albergues, hora de baño, relax y cena. Se lavan a mano las camisas del uniforme y se cuelgan en un perchero en la ventana para que se sequen. Se juega con agua, fría por supuesto, en las duchas colectivas. Nos prestamos jabón o champú unas a otras, que llevamos en unos pequeños pomitos con las dosis justas. Y vuelta a dejar los albergues muy limpios, para a las 8 de la noche volver a las aulas a estudiar y hacer las tareas. Llegada a este punto de la historia, mi hija exclama angustiada: -Mamá, por dios, pero eso es abuso infantil, qué injusticia. Un día a la semana había recreación, hija. Baile en la plaza. Yo no sabía bailar.
PD:
(Quiero aclarar que yo no lo viví entonces como una tortura, y que era en esa época una gran "integrada revolucionaria". Lo cual demuestra que los seres humanos podemos vivir bajo la dictadura más cruel, sin ni siquiera darnos cuenta y formando parte de sus aparatos represores. Si queréis, quedaros con esa moraleja, que se avecinan tiempos difíciles.)