Que levante la mano quien se haya adentrado ya en ese misterioso mundo de la "nueva normalidad". A nosotros nos tocó hace una semana desplazarnos por primera vez en dos meses a Málaga capital, a 37 kilómetros de casa. Pero esa "normalidad" que presenciamos se pareció más a un safari sociológico a una lejana región del África subsahariana, que a un desplazamiento habitual de los que antes hacíamos hasta varias veces al día antes. Así de alejados nos sentimos de esa "normalidad". Era sábado por la mañana, y teníamos unos cuantos recados que hacer. La calle Larios enmudecía a las doce del mediodía, donde hace unos pocos meses las muchedumbres se agolpaban a esas mismas horas. Tan sólo algunos despistados ojos, desconfiando de todo bicho viviente que se les acercaba, se atrevían a adentrarse en la arteria principal de la capital.
En la puerta de la tienda de las especias varias personas guardaban cola tras coger su ticket de turno. Ya dentro, tres grandes mamparas impedían pasar más allá de tres pasos de la puerta. Nada de acercarse al género, ni para olerlo. Un dependiente por mampara traía desde cualquier rincón de la tienda, lo que necesitases, y tras depositarlo en bolsas, te lo pasaba por una obertura, como antiguamente las monjas de clausura despachaban los dulces navideños por el torno de su convento. En una antigua alpargatería de más de un siglo de antigüedad a la que fuimos, las balanzas y las cajas registradoras de principios del siglo XX contrastaban con la EPI del dependiente, modelo escafandra de astronauta. Al menos se había escrito a mano un "Javier" que le daba un cierto toque de cercanía. Vino bien ese toque, vistas las cuerdas y obstáculos que impedían acercarse al mostrador, como si fuera la alambrada de Melilla. Desde la calle, en una famosa tienda de moda, vimos que habían desaparecido absolutamente no sólo todos los maniquíes, sino incluso la propia ropa de las estanterías. Pero la tienda estaba abierta. Lo atestiguaban todas las luces encendidas, el "segurata" de la entrada con su arsenal de guantes y geles hidroalcohólicos, y la cola de clientas guardando la distancia pertinente, imagino que para recoger el modelo que habrían escogido por internet. Nos apetecía tomarnos nuestra tradicional selección de encurtidos caseros en uno de los puestos del mercado de abastos de Atarazanas. Pero al ver la cola de gente esperando turno para acceder al recinto, desistimos. Quizás hasta la próxima normalidad. Una en la que el sagrado aforo no sea el rey del mambo. Se nos ocurrió ir a mirar un artículo de menaje y otro de deporte en sendos centros comerciales. Ilusos de nosotros. Los pasillos laterales de ambos establecimientos se encontraban, según la fase de desescalada del momento, cerrados a "cal y canto". Unos pobres dependientes a los que les había tocado "la china", iban y venían (en algún caso con patinete eléctrico) por aquellos largos pasillos hasta localizar el artículo de turno. Ni que decir tiene la comodidad del sistema cuando se trataba de elegir colores, tamaños o marcas. Eso sí: en los desiertos pasillos centrales transitables, grandes avisos en el suelo recordaban la también sagrada distancia de seguridad. En nuestro pueblo también han puesto el dichoso "recordatorio" en los suelos de plazas y avenidas. Que los rebaños humanos circulen por donde les toca, a ver si nos vamos a despistar. Aprovechamos también y acudimos a un famoso almacén de la construcción para comprar un par de piezas de fontanería. Allí esa nueva normalidad decretada para esta tase había adoptado el formato de confesionario. Cinco dependientes enmascarillados atienden tras una larga mampara a cinco clientes también enmascarillados. Parecen dos equipos de los de Torrebruno en la competición de Tigres y Leones, para ver quiénes encuentran antes la referencia de un determinado artículo en el catálogo de productos del almacén. Luego habría que pasar a la zona de pago. Y luego otros dependientes-mensajeros acudirían en scooter al lineal correspondiente a recoger el artículo en cuestión. Todo muy normal y muy dinámico.
Con tanta normalidad se nos abrió el apetito. Acudimos a una pizzería a la que habíamos ido en varias ocasiones, y que dispone de una terraza al aire libre. ¿Podríamos desprendernos de la mascarilla para introducirnos los alimentos en la boca? Se lo pregunté así, de broma, al camarero, para romper el hielo, ante la incomodidad que se les notaba con tantas medidas de seguridad. No debió entender el chiste. Me dijo que sí. Pero se le notó entre tenso y dubitativo. Quizás mi pregunta no estaba en ninguno de los capítulos de medidas de seguridad que se habría "empollado" cuando reabrieron el restaurante dos días antes. Cada mesa se encontraba separada por dos mamparas a cada lado, con pegatinas con el código QR para descargarse el menú del día. Tuve que descargarme la APP para ello en el móvil. Quizá no sea la única que me fuercen a descargar en las próximas semanas para poder ser aceptado en esta nueva normalidad.Tras más de dos meses, nos pasamos por casa de mis suegros, para ver que todo andaba bien. A ellos les tocó el estado de alarma visitando a la nieta en Cambridge, y allí llevan desde entonces. Pero al abrir el frigorífico nos llevamos otro tortazo de la nueva normalidad. La luz debió irse en los primeros días del confirnamiento, y tras dos meses de prohibición absoluta de desplazamientos, aquello sí que parecía una jungla en la que hacer safari. Es sorprendente cómo crece la vida por todos lados, incluso dentro de un frigorífico sin electricidad. Los olores también. Ocho bolsas de basura después, varios litros de lejía más tarde, y una cuantas horas de frota-frota devuelven las cosas a la normalidad. No sé si a la nueva o a la de siempre. A fin de cuentas la normalidad depende del ojo con que se mire.Volvimos a casa exhaustos tras ese baño completo de normalidad. De normalidad de la buena. Perdón de la nueva.
Cola en mercado de Atarazanas
Por supuesto, no hay nueva normalidad que se precie sin hablar de la protagonista. Y en esta nueva normalidad, la estrella sin lugar a dudas es la mascarilla. Aunque a veces parece más bien una mascarada o una pantomima. Porque las hay en muchas versiones: versión "quita-multas", que te duran en la cara lo que tardan en cruzarse contigo los guardias municipales en tu paseíto vespertino; versión "protege-codo" o "protege-papada"; o directamente en versión "pendiente colgado de la oreja", que se ha impuesto incluso en la moda masculina. Sin duda, es el complemento de moda perfecto esta temporada. Los hay de colorines, de flores, a juego con tu ropa, e incluso con mensajes reivindicativos: "Fuck Covid-19", leía ayer en varios.Siempre hemos pensado que la vida es un pequeño teatro en el que cada uno representa un papel, cambiando sin cesar de careta según la circunstancia. Ahora parece que la careta es obligatoria, y por decreto del Gobierno. Menos explicaciones que dar, dirán muchos. Ojalá que cuando el decreto diga que podemos quitarnos la mascarilla, también podamos quitarnos la de antes.En fin, que volviendo al día de recados en Málaga, también estrenamos entonces mascarilla. Nos habíamos resistido pero ya empezaba a ser obligatoria. No sólo se me empañaban las gafas, sino que noté que me faltaba el aire. No sabía si centrarme en la nariz o en la boca. Intenté todo tipo de modalidades respiratorias. Pero en Mindfulness me debí saltar la clase de la respiración con mascarilla. Luego he leído que ya hay varios estudios científicos que la desaconsejan por el estrés respiratorio que produce, y por afectar al beneficio de la alcalinización que las respiraciones profundas implican, aparte de ser un foco poco higiénico de los millones de bacterias que habitan en nuestra boca y nariz. Desde luego, si a mucha gente le pasa lo que a mí, imagino perfectamente lo que esa nueva normalidad supone para millones de personas y para sus respectivos sistemas inmunológicos, que al final son los que equilibran los ecosistemas de virus y bacterias de nuestros cuerpos. Porque (por si a alguien se le ha olvidado con tanto derroche de "normalidad") gracias a los millones o trillones de virus y bacterias que pueblan nuestro cuerpo, todos podemos existir y vivir. Aunque ahora pongan de fondo en todos los programas y telediarios una foto de un virus muy desfavorecido con pinta de "alien" que asusta un poco, como si todos los virus y bacterias fuesen malísimos y peligrosísimos. Al menos eso dicen no pocos científicos. Pero tampoco eso importa mucho: en esta nueva normalidad, cada uno tiene su científico de cabecera. Igual que cada uno lee el artículo de opinión de su diario de referencia. No vayamos a salirnos de nuestro marco mental o ideológico. Y según dicen, la CIENCIA (en mayúsculas) dice que "mascarillas por un tubo". Así que nada. Mascarillas "a go-gó". Pero no sé, por qué, pero me "chirría" un poco el papel que está jugando la Ciencia en todo esto. Sobre todo cuando leemos la polémica del artículo de The Lancet sobre la hidroxicloroquina. O cuando escuchamos o leemos a reputados científicos, exponiendo unos tests o pruebas que difieren de los de la línea "oficial", y automáticamente son censurados y borrados de las redes sociales. Da igual que gobierne un partido de izquierdas o de derechas. En esta nueva normalidad eso es lo de menos. Aunque a algunos esta actuación nos recuerde un poco al pensamiento único o a un dogmatismo científico que recuerda a los tiempos de la inquisición religiosa. Cosas también quizás de la nueva normalidad...
Quizás voy a decir una barbaridad. La digo con la boca pequeña, aunque no se me vea por la mascarilla. Pero tengo pocas ganas de volver a la normalidad. Al menos a esa nueva normalidad tan pregonada . Por favor, no me crucifiquéis, pero es así. Sé que alguno ya me habrá puesto la etiqueta del "síndrome de la cabaña". Pero os aseguro que me apetece poco volver. Y que incluso ha habido bastantes cosas positivas durante el confinamiento. No. Y no es por miedo a salir por el virus. Ni mucho menos. Nos hemos perdido las graduaciones de nuestros dos hijos mayores, sus conciertos, algunos viajes que teníamos programados y decenas de encuentros familiares y con amigos, que jamás serán igual a través de una pantalla. Pero también desapareció "por arte de magia" mucho de lo que antes del coronavirus nos impedía disfrutar de muchas de las cosas que de verdad importan en la vida. Nos ha tocado teletrabajar, pero no hemos echado mucho de menos la oficina. Sí a los amigos de la oficina, pero no la dinámica de ir al trabajo con sus prisas, sus atascos, y sus agendas echando humo. Ha sido un "gustazo" disponer la jornada laboral a nuestro gusto, marcando nuestros ritmos y pausas. Sin lugar a dudas, en casa hemos sido más productivos que nunca en el confinamiento. Y encima hemos gastado menos, reduciendo el consumo a lo más esencial. ¡Que nos lo digan a nosotros con ocho en casa! Además, reconozco que "mola" trabajar en bañador o pantalones del pijama. Quizás esa parte de la nueva normalidad, sí que nos guste. Aunque nos olemos que no es la parte de normalidad sobre la que nos van a dejar elegir. Yo, al menos, ya vuelvo a la oficina esta misma semana.
No hay nada más relativo que la normalidad. La mayoría de las veces se confunde "lo normal" con "lo frecuente" o con "lo que hace la mayoría". Y a veces, esa normalidad se impone a base de decretos del Gobierno o de noticias interesadas de los medios de comunicación, aunque sean unas "anormalidades" supinas, como algunas de las que hemos mencionado antes. Lo siento, pero nos rechina mucho lo de la nueva normalidad. Y nos resistiremos "como gatos panza arriba". Preferimos que nuestra normalidad nos la dicte el sentido común, el conocimiento no interesado ni tergiversado, y el equilibrio de las cosas. Probablemente no sea fácil elegir nuestra normalidad en estos tiempos que corren.
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