Aunque no sea estrictamente un fenómeno reciente, la inmigración de origen hispanoamericano en Estados Unidos ha eclosionado en las últimas décadas y ha cambiado por completo la realidad política, sociocultural y económica del país. Las causas de esta inmigración han sido una combinación de factores político-económicos en los que mucho ha tenido que ver la historia de injerencia estadounidense en el continente americano.
Puedes estar dando un paseo por Nueva York, Los Ángeles, Chicago o Miami. En las calles, en los comercios o en el metro se oye hablar en español y los anuncios publicitarios en esta lengua están por todas partes. En cualquier esquina tienes la oportunidad de degustar deliciosas pupusas, empanadas o tacos y, si sintonizas la radio, podrás deleitarte a ritmo de salsa o bachata. Este es desde hace años el día a día en muchas ciudades estadounidenses.
Sin embargo, lo que hoy es un hecho cotidiano era absolutamente inaudito hace apenas unas décadas. El vendaval cultural hispano llegó para quedarse y mutar una sociedad acostumbrada a concebir la realidad en blanco y negro. Ante semejante transformación, cabe preguntarse: ¿cómo se ha producido este cambio? ¿Cuáles han sido sus orígenes? ¿Qué motivos han tenido millones de ciudadanos de todo el continente para decidir emigrar al norte?
Los pioneros
Mexicanos, una reserva inagotable de mano de obra
Lo primero que cabría considerar respecto a la inmigración mexicana en Estados Unidos es que fue la frontera la que cruzó primero a los mexicanos y no al revés. La derrota de México ante el ejército estadounidense en la guerra entre 1846 y 1848 resultó en el traspaso de la mitad del territorio mexicano a su vecino del norte; en consecuencia, los mexicanos que continuaron habitando estos territorios se convirtieron en los primeros estadounidenses de origen mexicano —chicanos—. A partir de entonces, la búsqueda de oportunidades laborales produjo que la inmigración mexicana creciera a un ritmo sostenido hasta la Gran Depresión, con la que se exacerbó el rechazo a los inmigrantes y cientos de miles de mexicanos se vieron forzados a volver a su país. Sin embargo, por entonces se había hecho evidente la dependencia estadounidense de la mano de obra mexicana en los tiempos de bonanza económica, de modo que, cuando el país comenzó a aumentar la producción con motivo de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que recurrir a su vecino del sur. A raíz de ello, a partir de 1942 se inició el programa Bracero, que permitió la llegada legal de miles de trabajadores temporales cada año para emplearlos en trabajos manuales, principalmente en la agricultura y en los estados del suroeste, aunque con el tiempo también fueron llegando al próspero Medio Oeste. Extendido hasta 1964, este programa hizo cruzar la frontera a alrededor de cinco millones de mexicanos, un gran número de los cuales acabaron instalándose en el país, en muchos casos trayendo consigo a sus familiares y allegados.
Los setenta y ochenta fueron años de restructuración económica a uno y otro lado de la frontera. En México, la pujante industrialización del norte —basada en las famosas maquiladoras— no sirvió para hacer frente al problema crónico del desempleo ante el aumento exponencial de la población, mientras que el incipiente crecimiento económico no iba a durar mucho por las devaluaciones del peso mexicano y la crisis de la deuda de 1982. Por su parte, inmerso en la batalla económica y tecnológica de la Guerra Fría, Estados Unidos comenzó a necesitar más mano de obra barata poco cualificada en todos los sectores económicos. El resultado fue el inicio de una de las mayores y más prolongadas migraciones de la Historia de la humanidad: entre 1965 y 2015 se estima que más de dieciséis millones de mexicanos emigraron al norte. A la agudización de esta tendencia migratoria unidireccional también contribuyó la irreversible transnacionalización del mercado laboral y, cómo no, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o, en inglés, NAFTA), firmado en 1994, que puso la rúbrica a la interdependencia perpetua entre las necesidades económicas de ambos países.
Con el TLCAN, los campesinos de las regiones más rurales de México quedaron desplazados, viéndose forzados a emigrar hacia una colapsada industria maquiladora o un poco más al norte, hacia Estados Unidos, donde cruzar la frontera se iba a convertir más que nunca en una cuestión de vida o muerte merced a la estricta reforma migratoria del presidente Clinton en 1996.
Las leyes antiinmigración, la crisis económica y el ascenso sin precedentes de las deportaciones hicieron que el flujo migratorio perdiera ritmo desde 2005, de manera que en 2014 comenzó a decrecer por primera vez el número de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos. De hecho, se espera que México, el país que más inmigrantes ha aportado a Estados Unidos en su historia —por delante de Alemania—, se vea desbancado por China en los próximos años.
Puertorriqueños, los compatriotas extranjeros
Puerto Rico pasó a manos de Estados Unidos en 1898, si bien a los puertorriqueños solo se les concedió la ciudadanía estadounidense en 1917 con el fin de reclutarlos para la Primera Guerra Mundial. A pesar de que ha transcurrido un siglo, los puertorriqueños siguen siendo considerados extranjeros en el país al que pertenecen. La primera gran migración de puertorriqueños a Estados Unidos se produjo tras la Segunda Guerra Mundial y tuvo como destino el barrio neoyorquino de East Harlem, que desde entonces pasó a ser conocido como El Barrio.
Para mediados de los sesenta se estima que ya había un millón de puertorriqueños en Estados Unidos, que comenzaron a dispersarse geográficamente hacia trabajos rurales en Pensilvania o Connecticut y hacia el cinturón del óxido, con Chicago y Ohio como principales destinos. Sin embargo, esta generación pasó inadvertida. Los puertorriqueños que no trabajaban en el campo ocupaban el escalafón más bajo del sector servicios en la ciudad, como la lavandería en hoteles u hospitales, sirvientes en casas o ayudantes de cocina en restaurantes. Solo con la irrupción de la segunda generación, nacida en suelo estadounidense, se iba a tomar más conciencia de la presencia de estos inmigrantes. Fue precisamente esta segunda generación la que comenzó a ocupar puestos más altos en el mercado laboral estadounidense, pero también la que vio cómo se incrementaba la competencia por la llegada de otras comunidades de inmigrantes hispanos.
Con el tiempo se ha confirmado la tendencia a huir de la crónica precariedad laboral de la isla —en la que mucho tiene que ver la injerencia estadounidense— en busca de oportunidades económicas en el subcontinente norteamericano. Así se ha evidenciado en el siglo XXI, en el que la población puertorriqueña en Estados Unidos ha sobrepasado a la de la propia isla, con Florida como principal estado receptor. No obstante, la situación de estos sigue distando de ser ideal; como dato revelador, los puertorriqueños son la segunda comunidad de origen hispano más pobre en EE. UU.
Refugiados de la Guerra Fría
Cubanos, inmigrantes de otra clase
La primera oleada de inmigración cubana en Estados Unidos fue protagonizada por empresarios de la industria tabacalera que emigraron debido a las guerras de independencia cubanas, a finales del siglo XIX. Se estima que unos 100.000 habitantes partieron a ciudades de Florida, como Tampa y Key West, y Nueva Orleans, donde establecieron prósperas plantaciones. Estos inmigrantes conservarían su alto estatus económico y mantendrían conexiones permanentes con la isla, un Estado títere de Estados Unidos. Sin embargo, con la llegada de Fidel Castro al poder en 1959, las cosas iban a cambiar. Tras el estrepitoso fracaso de la intervención en Bahía de Cochinos (1961), Estados Unidos decidió en 1966 otorgar asilo político a los cubanos contrarios al Gobierno comunista de Castro, lo que facilitó que en los sesenta se iniciara la segunda oleada de inmigrantes hacia las costas de Florida —unos 215.000 en los primeros cuatro años—, compuesta por cubanos de clase media-alta.
Dos décadas después, la economía cubana se iba a resentir gravemente del declive económico de su mayor aliado, la URSS; esto condujo a una tercera ola de inmigración, la de los marielitos, en 1980. Con el beneplácito de Fidel Castro, unos 125.000 cubanos zarparon en pequeñas embarcaciones hacia Florida. A diferencia de los anteriores, este grupo de inmigrantes lo componían mayoritariamente trabajadores de clase baja no cualificados, de piel más oscura y, en algunos casos, delincuentes y enfermos mentales. La emigración nunca se detuvo por completo, si bien fue la caída de la URSS lo que hizo que la economía cubana acabara de desplomarse y, en consecuencia, se produjera la crisis de los balseros en 1994. Sin embargo, el fin de la Guerra Fría y, por consiguiente, de la amenaza soviética motivó que el presidente Clinton adoptara una posición más reacia ante los nuevos inmigrantes e instaurara la política de los pies mojados y los pies secos, es decir, a los detenidos en alta mar se les devolvía a Cuba y a aquellos que lograban llegar a tierra se les dejaba entrar en el país. Cabe señalar un último repunte de la inmigración cubana a raíz del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países. La mayoría logra entrar al país por la frontera de México, adonde llegan después de viajar en avión a algún país latinoamericano para posteriormente seguir una de las rutas migratorias dentro del continente.
Centroamericanos y dominicanos, exiliados del patio trasero
Un gran número de inmigrantes provenientes tanto de países centroamericanos como de la República Dominicana comparten historias paralelas con un mismo destino y un denominador común: las intervenciones del ejército, las empresas y los servicios de inteligencia estadounidenses en aras de establecer un Gobierno próximo a Washington y lejos de la influencia soviética. Estas intromisiones sembraron o potenciaron el germen de oscuros periodos de dictaduras, represión, inseguridad, guerras, caos político y precariedad económica. El resultado: cientos de miles de migrantes forzados a buscar refugio en el norte, de los cuales solo un porcentaje irrisorio —a excepción de los nicaragüenses— lograría obtener el asilo político. Acabada la Guerra Fría y amainada la convulsión, la situación político-económica en estos países sigue lejos de ser alentadora. La pobreza y la inseguridad han continuado provocando que salvadoreños, hondureños, guatemaltecos, nicaragüenses y dominicanos sigan emigrando al norte, donde a menudo los esperan familiares, amigos u otros contactos y donde desean poder encontrar algún trabajo que, por muy mal pagado que sea, les permita enviar unas remesas que en sus respectivos países constituyen el auténtico sostén de la economía familiar. Sus perfiles laborales, en general, suele adecuarse al del trabajador poco cualificado: en el sector la agrícola, la industria manufacturera y de un perfil bajo en el sector servicios.
En República Dominicana, Guatemala y El Salvador, Estados Unidos impuso y apoyó política y militarmente a regímenes militares que combatían a guerrillas de corte comunista. Como resultado, desde mediados de los sesenta, 400.000 dominicanos huyeron en apenas dos décadas, la inmensa mayoría con Nueva York como destino. En el caso de Guatemala, su larga guerra civil (1960-1996) se saldó con al menos 250.000 emigrantes a Estados Unidos, principalmente a California —sobre todo Los Ángeles—, Chicago, Florida y la costa noreste.
En El Salvador, cabe mencionar que una modesta primera ola de inmigrantes se originó en 1969 tras la llamada Guerra del Fútbol contra una Honduras que, colapsada de campesinos salvadoreños en sus plantaciones bananeras estadounidenses, acabó deportando a la mayoría de estos, de los cuales solo algunos regresaron a El Salvador y el resto se fue a México o a California, con San Francisco y Los Ángeles como destinos principales. En El Salvador el conflicto socioeconómico interno hacía presagiar lo que finalmente ocurrió en 1980, una cruenta guerra civil que convirtió al ejército salvadoreño en el mayor receptor de ayuda militar estadounidense de toda Latinoamérica. Se estima que alrededor de 300.000 salvadoreños llegaron a Estados Unidos en los nueve años que duró la guerra y formaron numerosas comunidades en Nueva York, California, Maryland y el norte de Virginia.
Para ampliar: “EE. UU. en Latinoamérica“, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2013
El caso de Nicaragua es similar, si bien en este país el bando apoyado por Estados Unidos no era el del Gobierno, en manos de los sandinistas. La llegada de estos al poder en 1979 causó una primera ola de emigrantes afines al anterior régimen somocista, y derrocarlos se convirtió en una prioridad para la Administración Reagan, que armó y financió a las milicias paramilitares conocidas como las contras. Junto a ello, en un intento por minar y aislar al país, Estados Unidos adoptó una política migratoria mucho más benévola con los exiliados nicaragüenses concediendo asilo político a uno de cada cuatro. Florida y California fueron sus principales asentamientos, si bien la población inmigrante no alcanzó los niveles de los países vecinos en términos cuantitativos.
Honduras, Costa Rica y Panamá también tuvieron que lidiar con la determinante injerencia económica de las compañías estadounidenses y la correspondiente influencia política en su suelo. En el origen de la inmigración proveniente de estos países han influido las estrechas conexiones económicas con Estados Unidos, como en el caso del canal de Panamá y de las compañías hortofrutícolas en Honduras. La mayoría de sus inmigrantes se desplazaron por motivos económicos, algo que los diferencia en cierta medida del perfil migratorio del resto de naciones centroamericanas, con la excepción de los miles de hondureños que también escaparon de la agitación en su país.
El caso de Sudamérica
La inmigración proveniente de los países sudamericanos es, en general, menos numerosa, más reciente y heterogénea en términos sociales y más dispersa geográficamente. Los sudamericanos son, en conjunto, inmigrantes con mejor educación y con una posición socioeconómica más acomodada, dada la gran presencia de ciudadanos de clase media urbana. El número de migrantes comenzó a acrecentarse en los sesenta y setenta, décadas en las que Estados Unidos demandaba trabajadores muy especializados, de modo que se produjo un flujo importante de médicos, científicos o ingenieros, entre otros, desde países como Colombia, Argentina, Ecuador o Venezuela, en cuyos volátiles mercados laborales no había tanto margen para crecer profesionalmente. Contribuyó a este creciente flujo de personas la situación política e inseguridad en buena parte de los países sudamericanos, con periodos de conflicto como La Violencia y los años posteriores en Colombia o las dictaduras de Pinochet o Videla en Argentina, que forzaron a miles de ciudadanos al exilio.
A partir de los ochenta, la inmigración se diversificaría en términos socioeconómicos. La crisis económica, común a todo el continente, haría que miles de trabajadores de las clases más bajas quedaran sin empleo y acabaran buscando una salida emigrando al norte, con el consiguiente desarrollo y consolidación de las redes transnacionales de tráfico de personas, especialmente en Colombia, Perú y Ecuador. También influyó en el incremento de inmigrantes la implementación de la política de reunificación familiar en 1976 y el irreversible proceso de liberalización e interconexión económica, que favoreció que multitud de comerciantes, turistas y estudiantes que accedían con una visa temporal se acabaran quedando de manera irregular en el país, un fenómeno experimentado por inmigrantes en todo el mundo.
En las décadas posteriores, la inestabilidad económica, la convulsión política, la agitación social y, en algunos casos, como en Colombia, los violentos conflictos internos —como el narcoterrorismo a principios de los noventa o la guerra entre Gobierno y guerrillas— hicieron que el número de sudamericanos en Estados Unidos experimentara un aumento sin precedentes. A diferencia de los anteriores, los inmigrantes sudamericanos no han sido tan propensos a crear comunidades tan numerosas, si bien hoy en día se puede encontrar una gran presencia de colombianos, ecuatorianos o peruanos en Nueva York, Miami y Los Ángeles.
Una minoría no tan minoritaria
La llegada constante de inmigrantes hispanos, su establecimiento permanente en Estados Unidos y la alta tasa de natalidad que los ha caracterizado han sido los factores fundamentales para que hoy en día haya alrededor de unos 55 millones de personas de origen hispanoamericano residiendo en Estados Unidos; constituyen el 17% de la población total estadounidense, lo que los convierte en la mayor minoría étnica del país, por delante de los afroamericanos. Esta cifra se espera que siga creciendo en los próximos lustros, aunque a un menor ritmo, toda vez que el número de los hispanos nacidos fuera de Estados Unidos se encuentra en declive. No obstante, el 23% de las personas de origen hispano se encuentran en situación de pobreza, una cifra solo superada por los afroamericanos. Además, los hispanos son la minoría que cuenta con un menor número de graduados universitarios entre los mayores de 25 años y muchos de ellos siguen sufriendo situaciones de marginalidad y trabajando en condiciones deplorables, lo cual hace tomar conciencia de que el futuro plantea multitud de desafíos.
Hoy en día pocos se atreverán a cuestionar que la influencia cultural, social, política y económica de esta minoría la hacen clave en todas las esferas de la realidad estadounidense. Sin embargo, a pesar de que la conciencia de comunidad panétnica entre los hispanos está cada vez más extendida e institucionalizada, sería un error considerar a este grupo una entidad homogénea y unificada dentro del país. En términos identitarios, raciales, políticos y socioeconómicos, los ciudadanos de origen hispano constituyen un heterogéneo conglomerado, con intereses que no siempre encuentran la armonía. Y en ello, como hemos visto, tienen mucho que ver los diferentes orígenes y causas que motivaron sus respectivas diásporas.