Ante la indignada protesta de la cancillería latinoamericana por el exabrupto del representante del Imperio, el embajador se disculpó en el más genuino estilo “americano”, culpando a los demás de sus disculpas, reprochando que nadie advirtiera lo que sólo pretendía ser una broma ante la “insólita” pretensión del líder aymara.
Tampoco era la primera vez que en el propio seno de las Naciones Unidas se pedía el traslado de la sede de esa organización a otro país, entre otras razones, por la permanente vulneración por parte de los Estados Unidos de los acuerdos que rigen el funcionamiento de esa organización internacional, llegando, incluso, a negar la visa a representantes de países miembros de Naciones Unidas o a crear toda clase de dificultades a funcionarios y delegados de las naciones representadas en esa institución, para no hablar de invasiones a países miembros por parte del ejército estadounidense en contra del parecer de Naciones Unidas o de la negativa de los Estados Unidos a aportar los recursos económicos comprometidos a organismos como la UNESCO.
El problema con las “bromas”, especialmente, cuando son tan burdas, tan zafias, es que ponen en evidencia a los bromistas, por más embajadores que sean. Y en evidencia quedó el embajador estadounidense al no reparar en la diferencia que existe entre una empresa privada estadounidense, como Disneylandia, de una organización internacional, “propiedad” de algunos cientos de países.
Estados Unidos puede hacer lo que le venga en gana con Disneylandia o con los Spurs de San Antonio o los Medias Rojas de Boston porque son empresas estadounidenses, sujetas a sus reglas y procedimientos. La Organización de Naciones Unidas no es de su propiedad, y si su sede se estableció en Nueva York fue porque así lo decidieron los países miembros en su día, decisión que, perfectamente, puede y debió modificarse la primera vez que Estados Unidos vulneró sus compromisos al respecto.
La gracia de Philip Goldberg dos cosas ponía de manifiesto. La primera, su creencia, temo que compartida por el gobierno que entonces representaba, de que Naciones Unidas es un organismo estadounidense, “made in USA”, obligado a responder exclusivamente a sus intereses.
La segunda, todavía más elocuente y dolorosa, es que ninguna diferencia existe entre Naciones Unidas y Disneylandia. Y en eso, a mi pesar, debo darle la razón al embajador.
Y lo subrayo hoy en que la ONU acaba de designar como “embajadora honorífica” de esa institución a Wonder Woman, también conocida como “la Mujer Maravilla”, suerte de Barby disfrazada de Capitán América, “por el empoderamiento de las mujeres y niñas en el mundo”.
La referencia que las niñas y mujeres bolivianas, hindúes, mauritanas, de cualquier rincón del mundo, deben tener presente para su empoderamiento es una mujer blanca, de exuberantes proporciones encorsetadas en un breve uniforme en el que, además, de sus formas sobresale la bandera estadounidense.
La ONU no solo es Disneylandia. También se ha convertido en Hollywood, y dadas las circunstancias, hasta oportuno me parece que las reuniones de su asamblea general se trasladen al famoso parque de atracciones o a los estudios de cine de Los Angeles, para que sesionen sin necesidad de quitarse las caretas, Wonder Woman, Batman, Micky Mouse, Pluto, Popeye, el pato Donald y demás personajes de la fauna de Disneylandia y Hollywood; para que puedan Tom y Jerry extorsionar graciosamente a sus oponentes y llenar el hemiciclo de otras alimañas; para que el Consejo de Seguridad quede conformado, finalmente, por sus más eméritos representantes: el Capitán Garfio, Cruella De Vil y la madrastra de Cenicienta.
Es decir, tal como ahora, pero sin disfraces.
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