La operación

Por Cayetano

Intervención por "lamparoscopia"

Gaudencio Gómez nunca tuvo arrestos para proclamar abiertamente su condición de ateo convencido. Pusilánime e inseguro, siempre dijo, para no complicarse la vida ni entrar en largas discusiones, que él era agnóstico. De esta manera su "no sé" le procuraba menos desencuentros que su "seguro que no". Una especie de equidistancia entre los intransigentes de ambos extremos. Y aún así tuvo encontronazos con gente poco tolerante.

Luego le sobrevino la enfermedad, los días de hospital, varias intervenciones quirúrgicas.

Tras la que sería su última operación vio la luz al final de la oscuridad. Eso comentan algunos que un día se encontraron entre la vida y la muerte: un pasillo oscuro y la luz al fondo. Pero en este caso no era la salida a ninguna parte, sino efectivamente la luz de una locomotora de esas antiguas que, como cíclope furibundo, venía hacia él bufando por aquel angosto túnel enfocándole con su único ojo. La locomotora paró y un señor con bigote de pretenciosas guías hacia arriba y gorra de revisor le hizo una señal para que subiera.

Fue subir al vehículo, ponerse este en vertical, despegar, coger velocidad y en un santiamén llegar a las puertas del cielo, paraíso o valhalla. Tras la verja semitapada por nubes algodonosas había un grupo de gente que le estaba esperando. Creyó distinguir a San Pedro, de enorme barba blanca, que llevaba un gran manojo de llaves de padre y muy señor nuestro (nunca mejor dicho); a otro señor con pinta de rabino ultraortodoxo, lleno de tirabuzones negros en cabello y barba, con kipá o tapacoronilla en la cabeza; a un imán de mezquita, también de luenga barba y gorrito kufi ceremonial. No faltaba un Buda con cara de despiste, como el que se ha equivocado de fiesta. Algunos del grupo aquel aparecían afeitados: uno tenía cara de perro o de chacal. Era el egipcio Anubis. También estaba Hela, diosa de los muertos en la mitología vikinga.

Gaudencio, asombrado por el recibimiento aquel, soltó:

O todas las religiones eran verdaderas o habéis llegado a una especie de pacto o consenso para repartiros la tostada.

Algo así dijo el de los tirabuzones. En todo caso estamos aquí para juzgarte. Vamos a valorar lo que hiciste y lo que omitiste.

Vamos a ver, chaval... le preguntó Anubis. ¿Abusaste de las viudas? ¿Quitaste a los niños sus alimentos?

Le interrumpió el de las llaves:

¿Te beneficiaste a la mujer de tu prójimo?

Le llovieron las preguntas de los demás:

¿Guardaste ayuno durante el Ramadán?

¿Te gusta la carne poco hecha?

¿Hiciste el amor contra natura?

¿Votaste a Podemos?

¿Y yo qué pinto aquí? —se preguntó un Buda con cara de asombro.

¿Adoraste imágenes? intervino el imán.

Bueno, bueno. A ver si nos respetamosinterrumpió el de las barbas blancas—. No la tengamos ahora con lo de las imágenes, ¿eh? Creo que habíamos llegado a un acuerdo.

Retiro la pregunta y la reformulo: ¿adoraste algo ajeno a tu Dios, por ejemplo al dinero?

Y dale. Tampoco hay que faltar —protestó el rabino de los bucles.

¡Copón! Es una manera de hablar —se defendió el imán.

¡Lo que faltaba! ¡Ahora nos metemos con los objetos de la liturgia! ¡Así no hay quien juzgue a nadie! —protestó San Pedro tirando las llaves con estrépito al suelo—. ¡Me cago en el consenso! Apañaos vosotros solos. A mí me da igual.

Va, no te mosquees —intervino Hela, mostrando su mejor perfil—. Podemos decidir el destino del alma del difunto echándolo a suertes y acabamos antes. Total, a nosotros qué más nos da. Y además, este pájaro no creía en ninguno de nosotros. No perdamos tiempo.

Esto no es formalidad —protestó Gaudencio. Tengo derecho a un juicio justo.

Sí, hijo mío— dijo el de las barbas blancas, ya algo más calmado—, pero mientras nos ponemos de acuerdo nosotros en cómo llevar esto, te vamos a mandar una temporada al purgatorio para que medites sobre tus pecados, porque como poco eres un descreído. Nos vemos en un tiempo.

Y en un santiamén —nunca mejor dicho—, el que estaba sometido a juicio se vio de nuevo dentro de la locomotora y en el túnel oscuro aquel y transportado al punto de partida. Al fondo, otra luz: la lámpara del quirófano. Y junto a ella, unos ojos indagadores rodeados de gorro y mascarilla: el cirujano.

Como entre nubes, medio amodorrado todavía por la anestesia escuchó:

Todo ha ido bien. Enseguida le pasamos a planta y podrá estar con su mujer y con su suegra que andan preguntando por usted.

¿Mi mujer y mi suegra? ¡Evidentemente: debo estar en el purgatorio!

¿Cómo dice?

Nada, cosas mías. Efectos de la anestesia, supongo.