Durante el reinado de Carlos IV, en el Siglo XVIII, a este cuerpo perteneció un oficial llamado Juan Echenique, conocido por su fama de conquistador y cortejador. Una noche primaveral, caminando por la Calle Sacramento hacia el Palacio Real, donde le tocaba hacer el cambio de guardia, escuchó como alguien le chistaba desde un balcón. Al alzar la mirada, Echenique distinguió asomada a una bella mujer que le hacia gestos para que subiese a su casa. El oficial, sorprendido e intrigado, no se lo pensó dos veces y siguió el camino que le marcó su instinto de galán.
Aquel apasionado y misterioso encuentro sólo se vio interrumpido, horas más tarde, por el repique de unas campanas procedentes de una inglesia cercana, un sonido de alarma que recordó a Echenique que era el momento de ir al palacio a cumplir con su cometido. Se vistió de forma atropellada y abandonó la alcoba donde había permanecido un largo rato. Estando ya de camino, mientras avanzaba por la Calle Mayor, el militar se dio cuenta de que había olvidado el sable en el interior de la casa así que volvió sobre sus pasos hasta encontrarse de bruces con una desagradable sorpresa….
El inmueble donde habia estado las últimas horas presentaba ahora un aspecto viejo y destartalado, como de llevar un buen puñado de años cerrado, sin rastro de vida en su interior. Echenique preguntó entonces a un vecino por la hermosa mujer que vivía en esa casa y éste le respondió que llevaba muchos años muerta, tras perder la vida en extrañas circunstancias. Nuestro protagonista no podía dar crédito a lo que oía y sobre todo, a lo que veían sus ojos…abrió la puerta de un empujón y subió las escaleras como alma que lleva el diablo. Al llegar al dormitorio encontró cubierta de telarañas, su espada, en el mismo lugar donde la había dejado.
Una vez recuperó su espadín corrió asustado hasta la próxima Iglesia de San Justo tratando de encontrar alguna explicación, terrenal o divina de lo que acababa de vivir. Entró en el templo, dejó a los pies de un Cristo Crucificado su sable y su bandolera, y rezó pidiendo perdón a Dios. Echenique entendió que aquello era una lección divina por su pasado pendenciero. A partir de aquel extraño suceso abandonó para siempre su vida anterior, y con ello su fama de donjuán y jugador e ingresó en un convento, alejado, para siempre, de las tentaciones y de su vida frívola.
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Comer barro, un remedio de belleza de otra época