Por: Manuel García
El mundo no puede ser nombrado con la palabra exclusivamente, pero no hay otra salida. Los sentimientos entonces se quedan en una clase de memoria selectiva donde la biografía, la particular biografía de la escritora, se torna en el rescoldo de una intensa vivencia que solamente puede darse a través de esa sutil forma del lenguaje, con matices severos y otras veces con una fragilidad intensa. Lo que domina la poesía de Angelina Gatell es ese lenguaje modernista, post-romántico, donde la simbología, sin llegar a un hermetismo complejo, se caracteriza por su audacia para hacernos sentir la pérdida, la notoriedad de los ausentes, la fugacidad de una realidad vivida que, según pasan los años, parece un fracaso: “Mirar atrás es muy expuesto/ Inquietante también. Y desolado./ Sí, desolado sobre todo. Es como/ levantar las persianas y entrar en las llanuras/ indescifrables de la noche” (pág. 54).
Pero curiosamente es esa derrota la que justifica que alguna vez se vivió con apasionada voluntad. Los ausentes, los símbolos, un cromatismo impresionista y una sincera forma de conciliar mensaje y expresión determinan que La oscura voz se eleva sobre el mundo para contemplar la realidad como una distante resonancia. Su eco son esas palabras que recuerdan sombras, rostros, plazas, relaciones y desencuentros desde una depurada consistencia de una palabra elaborada para reconstruir los pensamientos recónditos, los momentos de antaño, que definieron la felicidad desde lo cotidiano y lo nimio: “Todo va entrando/ con lentitud y orden en sus fauces:/ muebles, retratos, libros…/ Y esas rosas/ de madera tranquila/ que Lucía me trajo una mañana/ para ponerme a salvo del invierno” (pág. 63).
Además, este poemario construye su propio discurso biográfico y autobiográfico desde las citas y dedicatorias. Gatell encuentra que es demasiado tarde para corregir el pasado, para aventurarse en nuevos lances vitales. Es preferible continuar y convencerse de que el engaño no fue lo vivido, sino lo que se escribe, lo que Schubert revela desde la dramática serenidad de sus melodías: “Y entonces, sólo entonces,/ cruzaré muy despacio la frontera/ tan delgada que hay, que siempre ha habido,/ entre mis sueños y la nada.” (pág. 77).