Sí: antes de que mis rodillas encendieran el piloto indicador yo aún jugaba al fútbol con mi hijo y sus amigos. También porque mi hijo era de los más pequeños y no era tan autónomo en su juego. Yo era su suministrador oficial de pases. Eso pasó a la historia: mi hijo creció, juega cada vez mejor, se busca la vida con éxito en la cancha, y mis rodillas ya pueden volver a casa sabiendo que cada una está en el lado que le corresponde. Ahora hay otros padres que de vez en cuando se animan a jugar: normalmente padres esmerados en alardear bien de buen estado físico, bien de técnica futbolística, aunque la figura del padre arropador también subsiste. Cosas de macho alfa.
El caso es el del tipo éste, que mantendré en el anonimato por pura educación y sentido ético. Nadie sospecha que sus actos banales pueden convertirse en objeto de comentarios. Pobre el tendero que nos inspiró Comida para reptiles. Qué ajeno es a que su mera existencia ha excitado imaginaciones a varias franjas horarias de su triste tienda. El caso es que el padre que reprende y sanciona a los niños cuando emplean (bajo su juicio) palabras malsonantes resulta ser un individuo, padre de cuatro hijos, que pasea su persona habitualmente acompañado de dos periódicos: El mundo, bastión del aznarismo más cochambroso y pelotillero, y Marca, periódico deportivo publicado en Madrid, de filiación claramente merengue. Los hijos acuden a misa los domingos, con la familia. Los niños, dos de ellos de once años, explican a sus compañeros que Franco salvó a España, que Catalunya quiere ser independiente para invadir España, y alardean de españolismo y madridismo. La madre lleva un colgante con una cruz que es más grande que ella. No voy a valorar la ideología de nadie aquí, que ya se conocen mis debilidades. Pero, quién es nadie para reprender a mi hijo, más que yo mismo, por algo que no es intrínsecamente reprobable. Unas palabrotas en niños de once años. Vaya terrible delito.Entonces mi mini-yo (no llega a álter ego) provocador decide pasear ostensiblemente un libro con un título tan soez y provocador como Otra noche de mierda en esta puta ciudad. Con chulería y con cierto espíritu de desafío. Vamos, que alguien se atreva a toserme y a decirme que claro, con un padre que lee libros así, cómo le va a salir el niño.Lo cual no acaba representándome sacrificio alguno: éste es un muy buen libro. Duro. Algo incómodo en su temática y ligeramente alargado en su desarrollo. Para nada de forma gratuita. Pues a veces de eso se trata: de conseguir algún efecto a través de cierta sensación de saturación. O sea, de eso deben servir ciertos capítulos de la última parte del libro, alguno de los cuales parece una mera experimentación, una ensoñación o una especie de desdoblamiento de la personalidad del autor, que curiosamente parece un solapamiento con la del padre. Pues de eso trata este libro: de un hijo que trabaja en uno de esos sitios donde acogen y dejan dormir a personas sin techo, y que un día se encuentra que quien acude es su padre, desaparecido, encarcelado, de vida errática y errabunda. Del conflicto del hijo, el que se suscita de la presencia de un padre otrora ausente en su vida. De la contemplación de su decadencia y de los hechos que condujeron a ella. Flynn es un escritor de estos tiempos: de hecho, si quisiera, si hubiera optado por la vía de un Irvine Welsh este libro sería una letanía de borracheras y colocones uno tras otro, pero Flynn se centra en los bajones: en la sordidez y la miseria y el descontrol y la pérdida, la desaparición nunca suficientemente radical de la dignidad. Una especie de antítesis del sueño americano, una odisea con resquicios esperanzados. Un libro que es fácil de leer pero que requiere parar de vez en cuando: uno piensa en esos tipos tirados en las plazas de las zonas céntricas de las grandes ciudades: esas que se vuelven desérticas cuando las tiendas cierran y los restaurantes sacan la basura al callejón. Uno dijo: mucha gente está más cerca de eso que de comprarse un yate. Joder. Pues es verdad.