Siempre me cayó bien Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), empecemos por aquí. Siempre he leído detenidamente las reseñas de los suplementos culturales firmadas por él, ahora con asiduidad en el ABC Cultural. Y cuando he podido escucharle en persona, en alguna charla por el Día del Libro, la Feria del Libro de Madrid, o era el presentador de la novela de algún otro escritor, siempre me han fascinado sus palabras: escucharle hablar de libros o de escritores es enriquecedor, nutritivo; siempre hace que leer resulte una actividad aventurera, incluso arriesgada, una actividad a la que debemos consagrar nuestra vida. Sus reseñas y sus elogios por la obra de otros autores (casi siempre norteamericanos) me hacen sentir deseos de leer cuanto antes los libros que comenta. Me ocurrió hace dos días, sin ir más lejos, leyendo el ABC Cultural del 12 de abril, en el que Fresán habla de la novela Qué fue de Sophie Wilder, de Christopher R. Beha, publicada por Libros del Asteroide. En esta reseña Fresán afirma: “El debut novelístico de alguien a quien seguiremos hasta el fin de nuestras bibliotecas”, y yo leo esa frase y me la creo, porque la ha escrito él, aunque sepa que Fresán descubre a un nuevo genio de la literatura norteamericana casi cada mes. Y me lo creo porque en un mundo, el de los escritores, en el que la inteligencia parece medirse por el nivel de sarcasmo que se usa para hablar de libros ajenos, el entusiasmo juvenil hacia la literatura que transmite Fresán es contagioso e inspirador.
Y por esto mismo fue una decepción para mí acercarme al primer libro de este autor: Historia argentina (1993); las expectativas eran muy altas y no fueron colmadas. De los quince cuentos de este libro no me convencieron muchos, y el estilo era tan disperso que no lo acabé disfrutando. Años después, durante una temporada leí bastantes de los libros clásicos de la literatura infantil, esos libros que son sólo en apariencia infantiles y que más bien parecen un compendio de las pesadillas de todos nosotros; libros como Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, El viento en los sauces de Kenneth Grahame o Peter Pan de J. M. Barrie. Estuve leyendo sobre la biografía de estos autores, más de uno con una vida espeluznante, y de todos ellos destaca J. M. Barrie, que sería a la literatura infantil lo mismo que Michael Jackson a la música pop. Barrie es un personaje tortuoso y fascinante, y al igual que yo caí subyugado por su historia trágica y tremenda, también lo hizo Fresán que, como el protagonista de La parte inventada, se declara ferviente lector de biografías de escritores. Usando la biografía de Barrie como motor creativo, Fresán escribió Jardines de Kensigton, una novela que incluye una recreación de la vida exagerada de J. M. Barrie, creador del mito de Peter Pan; o del niño que no quería o no podía crecer, que no era otro que el propio autor. De Jardines de Kesington, pese a lo deslavazado de la trama, me gustaron muchas de sus páginas, sobre todo las que hablaban de Barrie.
Tenía más expectativas al comenzar La parte inventada que ante la anterior novela de Fresán, El fondo del cielo. Me llamó la atención un entusiasta elogio de Miguel Alcaraz (del blog Mike&Libros) en las redes sociales sobre La parte inventada; me estaba gustando también leer en internet las declaraciones de Fresán, en las que decía que había escrito otra novela sobre escritores; pero no me decidía a comprarla. Lo hice una tarde que estaba mirando libros en la Fnac de Nuevos Ministerios. Precisamente cuando hojeaba La parte inventada me llego al móvil un sms de mi amigo Samuel Rodríguez, con el siguiente texto: “Aún lo estoy empezando, 50 páginas, pero el nuevo de Fresán parece Fresán del fetén”. Y no diré que me pareció una señal, pero sí una simpática coincidencia y acabé comprando el libro.
En La parte inventada Fresán nos acerca a El Escritor, un hombre de más de cincuenta años que siente que su peso como artista está empezando a desaparecer. Ya muy poca gente le lee o, algo más dramático: ya casi nadie lee nada, o al menos no leen lo que El Escritor entiende por literatura. Conoceremos a El Escritor desde distintos planos: empezando por la más remota infancia, intentando encontrar cuál es el punto exacto de la vocación literaria, que para El Escritor parece ser una remota playa de sus recuerdos, en la que sus padres leían en volúmenes diferentes el mismo libro (Suave es la noche de Francis Scott Fitzgerald), mientras él estaba a punto de morir ahogado sin que sus progenitores se percataran. Conoceremos también a El Escritor gracias a la mirada de El Chico, que ha acudido –junto con La Chica– a rodar un reportaje a la casa que El Escritor compartía con su hermana Penélope, una vez que El Escritor ha desaparecido. El Chico, por supuesto, quiere ser escritor y admira a El Escritor, aunque más su imagen pública que el hecho de tener que sentarse y escribir. El matrimonio exagerado de Penélope con Maximiliano Karma, y la relación surrealista de Penélope con su familia política –el clan de los Karma– sirvió a El Escritor para escribir uno de sus libros (esta es la parte más divertida y juguetona del libro). El amigo de El Escritor nos hablará de la juventud que compartieron, cuando eran admiradores irredentos de Pink Floyd o de Bob Dylan. El Escritor nos hablará de su miedo a la muerte, cuando ingresa en un hospital sintiendo que va a morir, y de su deseo de escribir una novela que recree la vida de Francis Scott Fitzgerald y su mujer Zelda.
Posiblemente lo más destacable de esta novela sea el uso del lenguaje: torrencial, incontrolable, en el que se difuminan los argentinismos de Fresán en un español internacional cada vez más trufado de términos en inglés, que se asimilan en el discurso con total naturalidad; por ejemplo, en la página 50 podemos leer expresiones como estas: “Ese reflejo slapstick que nos obliga a pensar (…)”; “Toda la acción como en ese freeze-frame que se descongela despacio”; o en página 441: “Su risa es demasiado poderosa y XL para un debilitado corazón Medium o Small”. El espacio de la novela no se concreta: la playa inicial, donde concluye un río con el mar, podría hacernos pensar en Buenos Aires, por la biografía de Fresán, y porque los padres de El Escritor desaparecerán años más tarde, víctimas de unos militares siempre innominados. El Escritor parece vivir en una ciudad que es Barcelona, pero a la que tampoco se nombra con claridad; la única ciudad que se cita en la novela es Ginebra, donde se encuentra el gran acelerador de partículas europeo. El tiempo de la novela es muy cercano al presente, ya que son constantes las alusiones a las redes sociales o a la lectura en e-books. De hecho, gran parte del discurso está escrito en contra de la modernidad que representan las redes sociales o la lectura en pantallas (se cita esa famosa frase de Phillip Roth: “Las pantallas nos han derrotado”). Hay una crítica continua a los 140 caracteres de la escritura en twitter o a la desaparición del placer de leer un libro en papel. El elogio de las bibliotecas y las librerías llena más de una de las páginas de La parte inventada; y, en medio de todos estos cambios, El Escritor siente que el tiempo le está borrando, que casi ya no tiene relación con las nuevas generaciones de escritores, esos que ya casi no leen y no sienten placer al entrar en una librería como quien va a buscar un tesoro.