Desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, junto a la producción artesanal, se expande en Europa la modalidad del trabajo a destajo efectuado fundamentalmente por las mujeres en sus propios hogares, y se desarrolla rápidamente la industria textil. Esta tendencia a la proletarización de las mujeres convirtió a la “mujer trabajadora” en una figura problemática, que cuestionaba la idea de feminidad de la ideología patriarcal dominante y planteaba un dilema entre el “deber ser” de su feminidad y el trabajo asalariado. Surgía así, con la figura de la “mujer trabajadora”, una oposición antagónica entre el hogar y la fábrica, la maternidad y la productividad, los valores tradicionales y la modernidad que imponía el capital.
La figura de la “mujer trabajadora” da lugar a profundos debates entre quienes defendían su derecho a la inclusión en la producción social y quienes desestimaban esta participación con alegatos que se basaban en posiciones tanto libertarias como profundamente sexistas.
Marx y Engels entienden que oponerse a la incorporación de las mujeres a la producción social, invocando los males que acarrea para su existencia, es utópico: el desarrollo industrial arrasa con todas las costumbres y valores existentes; las mujeres y los niños son incorporados a la producción, mal que les pese a los moralistas conservadores y a los socialistas pequeñoburgueses. Por eso, ante la inevitable incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo explotada por el capital, reclaman su participación en las organizaciones obreras, su incorporación a las filas proletarias para que no sean sólo carne de explotación, sino también sujetos conscientes en la lucha por su liberación. De allí que, a pesar de la oposición de las corrientes anarquistas, propugnaron la organización de la Sección Femenina de la Asociación Internacional de los Trabajadores, bajo la dirección de Elizabeth Dimitrieff, quien luego fuera enviada como representante a la Comuna de París, expresando la solidaridad del movimiento obrero organizado.
Muy a la inversa del anarquista Proudhon, también de la I Internacional, quien manifestaba sus prejuicios pequeñoburgueses cuando consideraba “funestos y estúpidos todos nuestros ensueños sobre la emancipación de la mujer; le niego toda clase de derecho e iniciativa políticos; creo que para la mujer, la libertad y el bienestar consisten únicamente en el matrimonio, la maternidad, los trabajos domésticos, la fidelidad al esposo, la castidad y el retiro.” Proudhon, también sostenía que la mujer tenía sólo dos destinos posibles: ama de casa o prostituta y por eso se oponía a la incorporación de las mujeres a la producción. Cuando la costurera francesa Jeanne Déroin propuso presentarse como candidata a las elecciones de 1849, Proudhon la declaró no apta, alegando que los órganos que las mujeres poseen para alimentar a los bebés no las hacen apropiadas para el voto. Jeanne Déroin le respondió pidiéndole que le mostrara el órgano masculino que le permitía votar.
Para la época de la Comuna, en Francia, las mujeres ya tenían una larga tradición de participación en luchas revolucionarias. En 1789, durante la Gran Revolución Francesa, las mujeres de la burguesía habían asumido reivindicaciones políticas y derechos civiles, mientras las mujeres de los barrios populares desempeñaban un papel destacado en las movilizaciones contra la escasez y la carestía.
Fueron estas primeras revueltas contra el hambre y la participación en las luchas revolucionarias las que posibilitaron a las mujeres de los sectores populares la experiencia de la acción social y política colectiva, rompiendo con el aislamiento del hogar.
Junto con la crítica ilustrada de un sector de mujeres burguesas e instruidas, a una política masculina y burguesa que excluía de los derechos civiles a las propias mujeres de la clase dominante, serán experiencias que no transcurrirán en vano y así se demostrará en el transcurso del siglo XIX.
Años más tarde, durante la Primavera de los Pueblos de 1848, se destaca la presencia de trabajadoras, inspiradas en ideas socialistas y comunistas, que sostienen la igualdad para las mujeres y la asocian con la emancipación de clase, con la superación del orden existente.
En aquellos tiempos, regía en Francia el Código Civil napoleónico, uno de los instrumentos burgueses más restrictivos del status social femenino, ya que despojaba a las mujeres de cualquier derecho, sometiéndolas enteramente al padre o al marido. No reconocía las uniones consensuadas y los hijos que nacían de esas relaciones eran considerados bastardos. Las mujeres estaban privadas del derecho al voto, mientras las trabajadoras sufrían, además, la explotación en condiciones de vida miserables. El código establecía que las mujeres eran propiedad del marido y que su rol social era exclusivamente el de ser madres.
Pero esa experiencia en la lucha de clases de Francia fue un bagaje revolucionario para las mujeres que, en 1871, ven en la Comuna la posibilidad de conquistar una república social con igualdad de derechos.
Como se sabe, en 1870, el emperador Napoleón III había arrastrado al país hacia una guerra contra el poderoso ejército prusiano. Cuando las noticias de la derrota francesa llegaron a París, el emperador abdica y se funda la república, creándose un gobierno de defensa nacional, al tiempo que Prusia iniciaba el sitio de la capital francesa. Miles de parisinos formaban, entonces, la milicia de la Guardia Nacional, donde algunos batallones formados mayoritariamente por obreros, elegían a sus propios oficiales. Cuando en marzo de 1871, la Asamblea Nacional aprueba una paz humillante, la Guardia Nacional no acepta el desarme.
El 18 de marzo de 1871, las mujeres fueron las primeras en dar la alarma de que las tropas del gobierno intentaban retirar los cañones de las colinas de Montmartre y desarmar París. Se pusieron delante de las tropas e impidieron que los cañones fueran retirados, llamando al proletariado y a la Guardia Nacional a defender la ciudad. Así se inició, hace 140 años, la gesta heroica del proletariado parisino: la Comuna de París. La comunera Louise Michel relata: “Bajé la colina, con mi carabina bajo la capa, gritando ‘¡Traición!’. Pensábamos morir por la libertad. Nos sentíamos como si nuestros pies no tocaran el suelo. Muertos nosotros, París se habría levantado. De pronto ví a mi madre cerca mío y sentí una angustia espantosa; inquieta, había acudido, y todas las mujeres se hallaban ahí. Interponiéndose entre nosotros y el ejército, las mujeres se arrojaban sobre los cañones y las ametralladoras, los soldados permanecían inmóviles. La revolución estaba hecha.”
La Asamblea Nacional, ante la rebeldía de su propio ejército y el pueblo de París, se trasladó a Versalles con el objeto de someter, desde allí, a la capital rebelde. La rebelión del pueblo de París instauró entonces un poder revolucionario comunal y exhortó al resto de los municipios franceses a imitar su ejemplo y a unirse en una federación.
Izando una bandera roja en el mástil del ayuntamiento, este primer gobierno obrero y popular de la historia, en poco tiempo, decretó la separación de la Iglesia del Estado y declaró de propiedad nacional todos los bienes de la Iglesia, la revocabilidad de todos los cargos de gobierno, la obligación de que los parlamentarios no cobraran más que el salario de un trabajador; suprimió el ejército regular y le contrapuso el pueblo en armas, condonó los pagos de alquileres adeudados por los inquilinos y proclamó la igualdad de derechos para las mujeres. La Comuna fue un ejemplo brillante de cómo el proletariado puede cumplir las tareas democráticas que la burguesía sólo puede declamar.
Mientras tanto, el poder ejecutivo aceleró el ataque contra los rebeldes bajo la mirada de aprobación de los prusianos. La resistencia de la gloriosa Comuna de París sólo pudo quebrarse después de semanas de sangrientas luchas que concluyeron con atroces represalias y costaron miles de vidas, siendo una de las represiones más crueles que registra la historia. Murieron más personas durante la última semana de mayo que durante todas las batallas de la guerra Franco-Prusiana, y más que en ninguna masacre anterior de la historia francesa.
Valerosas mujeres participaron ardientemente de la Comuna, empuñando las armas, resistiendo contra las tropas francesas y de los prusianos, hasta que la derrota les impuso la muerte en combate, o las deportaciones y los fusilamientos.
Las mujeres, como lo hicieron siempre en todos los combates de la historia, hicieron uniformes, atendieron a los heridos, proporcionaron el abastecimiento a los soldados. Miles de mujeres cosían las bolsas para la construcción de barricadas. En corto tiempo, también crearon cooperativas y sindicatos; participaron de clubes políticos, reivindicando la igualdad de derechos y crearon sus propias organizaciones, como el Comité de Mujeres para la Vigilancia, el Club de la Revolución Social y la Unión de Mujeres para la Defensa de París, fundada por miembros de la Primera Internacional, influenciados por el pensamiento de Karl Marx.
Pero, además, en la Comuna, por primera vez, alrededor de tres mil mujeres, trabajaron en fábricas de armas y municiones, construyeron barricadas y recogieron las armas de los caídos para seguir el combate y formaron un batallón femenino de la Guardia Nacional, integrado por 120 mujeres que luchó en las barricadas de París durante la última semana de resistencia de la Comuna, cuando todas perecieron en el combate.
Eran trabajadoras, mujeres de los barrios populares, pequeñas comerciantes, maestras, prostitutas y “arrabaleras”. Estas mujeres se organizaron en clubes revolucionarios como el Comité de Vigilancia de las Ciudadanas o la Unión de Mujeres para la Defensa de París, de la misma manera que lo habían hecho anteriormente las mujeres en la Revolución Francesa de 1789. Pero a diferencia de las mujeres que participaron en la Gran Revolución, esta vez, las que así lo quisieron contaron con las armas que los proletarios parisinos no les negaron empuñar, como sí lo habían impedido los revolucionarios burgueses.
En los primeros días de abril, los diarios publicaban una convocatoria en la que se les pedía a las parisinas apoyar el combate de sus maridos y hermanos y también tomar las armas ellas mismas. Era la convocatoria de Elizabeth Dmitrieff, representante de la Primera Internacional enviada a París, que llamaba a poner en pie comités de mujeres en todos los distritos y formar la Unión de Mujeres por la Defensa de París. Esta organización reclamaba al poder comunal un espacio de reunión y dinero para publicar panfletos. La Unión de Mujeres organizó numerosas asambleas públicas, sus comités organizaban la provisión de víveres, enviaban ambulancias y atendían a los heridos.
Cuando el gobierno de la Comuna decretó que los talleres abandonados debían transformarse en cooperativas de trabajadores, la Unión de Mujeres reclamó la participación de las trabajadoras: “Unión de Mujeres exige a la Comisión de Trabajo y Comercio de la Comuna, organizar y repartir nuevamente el trabajo de la mujer en París y encomendar al comité central el armamento militar. Sin embargo, ya que este trabajo no alcanza para la masa de trabajadoras, el comité central exige además otorgar a las Asociaciones Productivas la suma de dinero necesaria para reactivar las fábricas y talleres que los burgueses dejaron y que abarcan ocupaciones esencialmente llevadas a cabo por mujeres”.
Entre las mujeres del Club de la Revolución brilla el nombre de Louise Michel. Había nacido en 1830, era la hija natural de una sirvienta parisina; pero recibió educación y se convirtió en maestra. En su graduación, se negó a jurar fidelidad al Imperio y se vio obligada a fundar una escuela libre para poder ejercer la docencia. Conforme a sus convicciones, abogó por la enseñanza profesional y la creación de orfanatos laicos, algo que en aquella época resultó una innovación difícil de aceptar.
El 21 de mayo, las tropas comandadas por Versalles, ingresan a París dando comienzo a la Semana Sangrienta. Los testimonios de la época, cuentan que cuando cayó la Comuna las mujeres, enfurecidas por la masacre, golpeaban a los oficiales y luego se lanzaban contra las paredes esperando ser fusiladas. La dueña de un restaurante enfrenta un juicio por haber saqueado un comercio de estatuas para iglesias, con el propósito de armar una barricada. “¿Usó usted las estatuas de los santos para alzar una barricada?”, preguntó el juez. “Sí, es verdad. Pero las estatuas eran de piedra y quienes morían eran de carne”, respondió la comunera.
De estos días data la leyenda de las incendiarias: aunque las investigaciones difieren en afirmar si los incendios que ocurrían en diversos puntos de la ciudad eran provocados por las fuerzas contrarrevolucionarias o si eran las mujeres que resistieron hasta el último día en las barricadas las que prendían fuego a París, fueron ellas las que pagaron con deportaciones, cárcel y su propia vida, pasando a la historia como las incendiarias. La República se propuso acallarlas.
En París, los obreros y obreras resistieron el salvaje y vergonzoso ataque del ejército comandado por la burguesía francesa, con quien colaboró el enemigo prusiano, liberando a los prisioneros de guerra para que pudieran alistarse y combatir contra el propio proletariado francés en armas.
Las mujeres y hombres de la burguesía que huyeron de París ante el poder obrero que se levantaba amenazante de sus privilegios de clase, colaboraron como agentes e informantes del gobierno represor.
Finalmente, cuando sobrevino la derrota de los heroicos comuneros, las mujeres de la burguesía retornaron a sus hogares y se pasearon por las calles de París, con regocijo por el regreso del “orden”, mojando –como lo muestran algunos grabados de la época- la punta de sus sombrillas en la sangre todavía fresca de aquellos hombres y mujeres que, trágicamente, se convirtieron en mártires.
Louise Michel se presenta ante los jueces pidiendo para sí la muerte. Al igual que sus hermanos de clase, reivindica morir en el Campo de Satory donde, en la noche del 27 de mayo, millares fueron masacrados por las tropas de Versalles. Mantiene una actitud heroica ante el tribunal, ejemplo de firmeza y convicción revolucionaria, rechazando a los abogados designados y presentando su defensa personalmente. Ante el tribunal que la condenaba, declaró: “Pertenezco enteramente a la Revolución Social. Declaro aceptar la responsabilidad de mis actos. Hay que excluirme de la sociedad y se les dice a ustedes que lo hagan. Ya que, según parece, todo corazón que late por la libertad sólo tiene derecho a un poco de plomo, ¡exijo mi parte! Si me dejáis vivir, no cesaré de clamar venganza y de denunciar, en venganza de mis hermanos, a los asesinos de la Comisión de las Gracias”.
Finalmente fue deportada por nueve años a la colonia penitenciaria de Nueva Caledonia, donde enseñó a los nativos a pensar en la libertad, acompañándolos en su rebelión contra el yugo colonial francés. Cuando regresa a París, es penada con seis años de cárcel por encabezar una manifestación de desocupados que culminó con la rotura de ventanas de panaderías y carnicerías. En esa ocasión, llevaba una bandera negra, que más tarde fue tomada como símbolo de lucha por los anarquistas.
Reanuda su militancia: da conferencias predicando la idea de la liberación por medio de la revolución social, en contra de la pena de muerte y a favor de la huelga general. Entre 1890 y 1895, vivió en Londres donde escribió algunas de sus poesías y novelas y sus Memorias de La Comuna. En Marsella, en 1905, mientras dictaba una conferencia ante un auditorio obrero, murió la que después fue llamada “la virgen roja”. Una multitud integró el cortejo fúnebre.
Pero Louise no ha sido la única mujer que participó valientemente en las memorables jornadas de la Comuna de París. Podemos nombrar también a André Léo responsable de la publicación del periódico La Sociale; Beatriz Excoffon, Sophie Poirier y Anna Jaclard, del Comité de Mujeres para la Vigilancia; Marie-Catherine Rigissart, que comandó un batallón de mujeres; Adélaide Valentin, que llegó al puesto de coronel, y Louise Neckebecker, capitán de compañía; Nathalie Lemel, Aline Jacquier, Marcelle Tinayre, Otavine Tardif y Blanche Lefebvre, fundadoras de la Unión de Mujeres, Joséphine Courbois, conocida como la reina de las barricadas.
Como no es difícil apreciar, la unidad con las mujeres burguesas era imposible en las barricadas. Dos clases se enfrentaban abiertamente y las mujeres se alinearon según sus intereses de clase a un lado y otro de la línea de fuego. Es que en el siglo XIX, las contradicciones que aparecían en germen durante el siglo anterior, se despliegan en toda su dimensión. El proletariado hace su entrada en la historia como una clase bien diferenciada que se rebela contra la salvaje explotación del capital. Como lo demuestran estas luchas, entre las cientos de huelgas, mítines, sabotajes y revueltas del movimiento obrero del siglo XIX, la historia de este siglo es la de la desintegración de aquel frente único entre burgueses y proletarios que había luchado contra el clero y la aristocracia constituyendo los modernos estados capitalistas.
El proletariado, que había sido aliado de la burguesía contra el absolutismo feudal, se transformó abiertamente en potencial enemigo. La burguesía, acobardada por el temor que le inspira el proletariado en armas, es ya impotente para llevar a cabo su misión histórica. Ese rechazo contra las masas se transformó en ríos de sangre en la Comuna de París, y ya no hubo vuelta atrás. En este nuevo período histórico, tal como lo señalan diversas autoras, tanto en las luchas como en las nuevas formas de organización social, las mujeres trabajadoras y de los sectores populares constituyeron una vanguardia importante entre esas masas que “empujaban hacia delante” en una lucha que las enfrentaba a otras mujeres que habían sido, alguna vez, sus aliadas.
Es por la acentuación de este antagonismo de clase que el frente de lucha de las mujeres por sus derechos se fractura en dos grandes tendencias. Mientras las mujeres que pertenecían a las clases dominantes seguirán rebelándose contra la desigualdad de derechos formales con respecto a los varones de su misma clase –pero sólo en pocas ocasiones se solidarizarán con las mujeres de las clases subalternas-, las mujeres pertenecientes a la clase obrera y los sectores populares impulsarán, fundamentalmente, las luchas de su clase por obtener sus derechos y, en ese marco, reivindicarán sus derechos como mujeres.
La importante participación de las mujeres en la Comuna de París, revolucionó al movimiento obrero francés, que abandonó su impronta antifeminista proudhoniana y comenzó a tener una actitud más abierta con las mujeres políticamente activas de la clase trabajadora.
Ante cada levantamiento de la clase trabajadora, en todos los acontecimientos de la lucha de clases y en todos los lugares del mundo, cada vez que los explotados enfrentan la opresión, las mujeres ocupan un lugar de vanguardia, como lo han hecho en la Comuna. Es que, como decía el revolucionario León Trotsky, quienes más han sufrido con lo viejo son quienes pelean con más fervor por lo nuevo. O en palabras de la comunera Louise Michel: “Cuidado con las mujeres cuando se sienten asqueadas de todo lo que las rodea y se sublevan contra el viejo mundo. Ese día nacerá el nuevo mundo.”