La pasión por cuentear

Publicado el 26 octubre 2011 por Miguelmerino
No hablo ni escribo para convencer, sino para fascinar.
La literatura no es pedagogía sino magia.
Un ser de lejanías, Francisco Umbral, Planeta

Desde que aprendemos nuestros primeros balbuceos, empezamos a “cuentear” (Debiera significar contar cuentos, en Hispano América tiene otras acepciones que no se alejan mucho, aunque pueda parecerlo. Ver D.R.A.E.). Empezamos a hacer magia con las palabras. O con las medias palabras, que es más difícil y por supuesto más literario. No me digan que no es magia, y fascinación, esa sílaba repetida, a caballo entre ba y pa, que si es el padre quien la escucha, a Dios pone por testigo de que su hijo le está llamando y, por el contrario, si es la madre la que por allí asoma, tiene claro que su hijo la acaba de reconocer. Y aun si está cerca la hermana mayor, no tiene ningún empacho en afirmar que lo que realmente está haciendo su hermanito es llamarla a ella, pues en realidad quiere decir tata lo que ocurre es que aun no sabe pronunciar la “t”. Se trata, por lo tanto, de un cuento, más corto que el famoso Dinosaurio de Monterroso y mucho más abierto a interpretaciones. Todo el mundo queda fascinado por ese momento mágico, ergo, es literatura según la teoría de Umbral.

A partir de aquí, es un no parar. Hasta que llega eso que hemos dado en llamar educación y te tacha de mentiroso. ¿Cuántas vocaciones literarias se habrá cargado la educación? Innúmeras. Pero sospecho que no eran vocaciones firmes, pues no se renuncia a algo que se quiere al primer contratiempo. Así que a lo mejor, sí tiene algo bueno la educación. Hace de criba vocacional.

Si hay madera de cuentero, en adelante todo es “cuenteable”. Todo es susceptible de convertirse en cuento. Un paseo desde tu habitación a la de tus padres, diez pasos que se convierten en cincuenta kilómetros de selva virgen. Una mirada de aquella pecosa con trenzas, que nunca la recibiera igual Romeo. Aquella vez que pisaste sin querer al matón del barrio, que huyó despavorido ante tu valentía. O aquella otra que salvaste de morir ahogado a un campeón de natación, olvidándote, ante tan grave situación, de que tú no sabías nadar.

Pero hay que sortear el mote de mentiroso, y para ello, un buen cuentero, enseguida prescinde de los fuegos artificiales y se apoya en la luz natural de las luciérnagas. El pasillo de tu casa no es, no puede ser, sin caer en la mentira, la selva virgen, pero sí que puede ser, de hecho lo es, sobretodo en el silencio de la noche, la caja de resonancia de todo lo que ocurre en tu bloque y a través de los patios de luz se entretejen las historias más variopintas. La pecosa de las trenzas no va a caer rendida a tus pies por tu perfil de Adonis, pero sí te puede dar un beso, y bien que te lo dio, cuando le soplaste la pregunta de geografía que no le había dado tiempo a estudiar porque se estaba arreglando para ser la más guapa del baile. Y así sucesivamente. No se trata de inventar. Se trata de fascinar. Y es mucho más fascinante una historia verosímil que una burda patraña.

Si Remedios la Bella no hubiera dispuesto de aquella sábana para subir a los cielos, Cien años de soledad, sólo sería un libro de ciencia-ficción y Gabriel García Márquez un mentiroso, en lugar de un gran cuentero.