La pastilla

Por Jose Jose Lorente @LorenteCapitan
Aquella noche me encontraba solo, sentado en mi coche, de cara al mar, con la única compañía de una luna llena brillante y una muñeca inflable barata en el asiento de al lado.
El mar sonaba, incansable, en su hermosa sinfonía del romper de olas. En la radio de mi mente, músicos locos que tocaban melodías reticentes y desconcertantes. Hacía días que no me encontraba bien. Estaba sumido en una depresión; la depresión por haber perdido a la mujer de mi vida. Ya no escuchaba su voz en la mañana, ya no veía su risa las tardes de domingo, ya no besaba sus labios ni tocaba su pelo. Todo era un efímero recuerdo, vano y escandaloso, que provocaba desprendimientos mentales en mi cerebro. Ya no había sexo, debía conformarme con los fríos y poco placenteros, orificios de aquella muñeca inerte que me acompañaba. Esa noche estaba dispuesto a ahondar en ella, a contarle todos mis secretos. Ya sé, es triste, pero créanme, cuando lo has perdido todo, puede resultar necesario, hasta imprescindible, hablar con alguien, incluso aunque ese alguien sea de polietileno color carne.
Miré la luna y su reflejo en las olas, miré a un lado, miré a otro y escuché una voz femenina que decía:
—No temas Raúl, estoy aquí, a tu lado.
La voz había sido tan cercana que parecía estar dentro del coche, a mi lado, pero claro, eso no podía ser; en aquel coche sólo estábamos yo y mi amiga plástica del sexo barato.
Pero, vaya, me estaba volviendo loco, o eso me pareció a mí, porque esa voz era tan cercana y real, que un escalofrío brotó en mi interior y fue a parar hasta mi nuca. Miré la muñeca y el escalofrío se multiplicó por veces infinitas. En lugar de aquella muñeca, había una mujer. Atractiva, con su melena ondulada y clara, con sus ojos grandes y expresivos, con su sonrisa reluciente y sus labios carnosos. Con sus pechos voluminosos, con una mini falda tan corta, que casi dejaba asomar su bulbo inguinal; sus muslos eran firmes y escuetos; sus manos, delgadas y estilizadas.
Mi asombro era demoledor, no tenía palabras, sólo podía quedarme inmóvil ante aquel fenómeno que estaban presenciando mis ojos.
—¿Por qué me miras así? —Preguntó, con su fina voz, y un aplomo persistente cayó sobre mí.
—¿Quién eres tú? —Pregunté, casi sin aliento.
—¿Cómo no lo sabes? Si tú me trajiste aquí.
—¿Yo? ¿Cómo? Yo vine solo.
—No, viniste conmigo.
Mi cara matizó sorpresa e interrogación.
—¿Qué dices? ¿Quién eres? ¿Cómo has entrado en mi coche?
—Pero, tonto, ¿cómo no lo sabes? No te hagas el remolón. Soy Pamela, tu muñeca inflable, —su sonrisa me cautivaba. No sabía muy bien lo que estaba pasando, sólo sabía que era muy raro y que estaba encantado de tener a una mujer así delante de mí, diciendo que era mi muñeca Pamela.
—¿Pamela, la muñeca? —Mis dudas no cesaban.
—Sí, la misma. Esa que guardas en tu armario y que, sólo sacas para metérsela por cada uno de sus orificios.
—Pero, ¡venga ya! Esto es una broma, ¿no? ¿Dónde está la cámara? —Me puse a buscar por todas partes del interior del vehículo, incluso salí fuera. Pero allí no había nada ni nadie más. Sólo el mar, la luna, Pamela y yo. No entendía nada, pero tampoco lo necesitaba. Tenía a una exuberante mujer en mi coche, afirmando que era mi muñeca inflable, y, de ser así, se dejaría hacer cualquier cosa que yo quisiera. Al volver al interior del coche, todavía estaba allí; sumisa, frágil, simpática y sonriente, mirándome con amor.
—Bien, Raúl, ¿te has convencido ya de que soy Pamela?
—No, pero me da igual. Me gustas, me gusta tu presencia. Me siento muy solo últimamente.
—Lo sé. Por eso llegué a tu vida, para hacerte compañía.
—Ya, pero, tú, no eres…
—Sí, lo soy. Fíjate si soy real, que voy borracha, tanto como tú. Hemos bebido lo mismo, ¿O es que no lo ves?
Giré mi cabeza al asiento trasero, donde llevaba una bolsa con diez cervezas. Agarré la bolsa, no quedaba ninguna llena y yo sólo recordaba haberme bebido cinco. La mirada de Pamela me desnudaba. Sus labios me acechaban como cucharas a cuenco de sopa. Pronto estábamos a la faena. Fue la noche de sexo más placentera, loca, aventurera y extensa que he tenido jamás. Veinticuatro orgasmos después, yo estaba reclinado en mi asiento, con Pamela respirando fuerte, apoyada en mi pecho. La luna ya no se veía ni se reflejaba en el agua, la música infernal de mi cabeza se había convertido en sonetos agradables. El mar resonaba de fondo. Me quedé dormido. Al despertar, todo volvía a ser como antes, eso sí, Pamela todavía estaba en la misma postura, pero sin respirar, con su frío tacto plástico apoyado en mi pecho y recubierta de semen por todas partes.
Era cierto lo que me dijo la chica de la farmacia cuando me dio aquellas pastillas. <<No es Strepsils, no, según pone en el paquete. Esto te curará esa depresión que tienes. Hazme caso>>, dijo cuándo, bajo mano, me pasó el paquete de pastillas mágicas camufladas bajo el nombre de Strepsils, un antiséptico común para la garganta. Mi vida cambió, Pamela no volvió a aparecer, pero cada vez que me siento solo y deprimido, me tomo un comprimido de “Strepsils” y todo cambia. Mi vida cambia, ya te puedes imaginar de qué forma. Pero, no lo cuentes a nadie, es un secreto farmacológico.



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José Lorente.