Obra: "El Sueño de Gauguin"
de José Luis Zorrilla Campos
El constante ir y venir de la gente no fue suficiente obstáculo como para no verla. Se acercó tambaleándose sobre unas sandalias rojas, que por su calamitoso estado, competían con el desaliño de mi propio calzado. De inmediato reconocí su impronta caribeña: generosas curvas, abundante cabellera y aquella piel morena tan distintiva. Se sentó a mi lado y dibujó una enorme sonrisa. Impresionado por la ampulosa expresión, no supe anticipar su gesto que me sorprendió con la guardia baja. Sin mediar palabra alguna, apoyó la mano sobre el cierre de mi pantalón y sus dedos expertos empezaron a acariciarme y a colarse dentro de la bragueta. Confieso que no soy del tipo que se enciende rápido y quizás por esa razón su exclamación me causó mucha gracia:
-¡Estás muerto, chico!
Fastidiada porque sus palabras no hirieron mi masculinidad, se levantó a los tumbos y partió insultando a Dios y a la Virgen Santísima. Al soltar una carcajada, que resonó a lo largo de toda la cuadra, provoqué la intriga de mi mujer que asomándose al balcón cuestionó a viva voz:
-¿Qué estás haciendo ahí afuera? ¡Te vas a resfriar!
La miré magnánimo, intenté aventurar una reflexión, pero capitulé y me fui a dormir. Texto: Bee Borjas