Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lastima.
La Cuesta de las Comadres, Juan Rulfo
Era la primera vez que no empezaba yo. Luego de una trayectoria de provocaciones, había decidido que nunca más. A partir de ahora tendría que ser el otro el que comenzara. Pero ni por esas. No me libré. Siempre habría alguien dispuesto a medirse conmigo. Ni modo.
En esta ocasión se trataba de un tipo mal encarado; con barba de tres días; los dientes sucios y amarillentos; la nariz rota y una cicatriz en la ceja izquierda. Sin mediar palabra comenzó a zarandearme, como provocando, pero sin ir más allá. Le avisé de que lo dejara, que no tenía necesidad de pasar ese mal trago. Se rió con suficiencia y me lanzó un directo de derecha que me golpeó en toda la nariz. Volví a advertirle de que por ese camino lo iba a tener mal. Nueva sonrisa burlona y en esta ocasión el golpe vino desde abajo e impactó en mi mandíbula. Noté como uno de los dientes saltaba y la sangre que me llenaba la boca. Escupí el diente y la sangre y recibí un zurdazo en la ceja derecha, que también comenzó a sangrar impidiéndome la visión de ese ojo. Estaba visto que no iba a atender a razones, aun así, intenté pararlo de nuevo y lo previne de que iba por muy mal camino. Su respuesta fue un rodillazo en el estómago que me dejó sin resuello. Cuando me doblé por el dolor, me enderezó con un gancho de derecha que me hizo medir el suelo con mi espalda. Ahí comprendí que no había forma de evitarlo y que una vez más iba a tener que mostrarme inmisericorde. Eso me apenó. – Vamos levántate y pelea. – Oí que me increpaba la bestia parda. Empecé a incorporarme y recibí un puntapié en el costado que me rompió, al menos, dos costillas. Luego, de seguido, varios puntapiés en los riñones, en la espalda, en la cabeza. Allá donde llegaran las punteras de sus zapatos golpeaba como si el mundo fuera a acabarse. Cuando comprendió que ya no iba a moverme, paró de golpear. Antes de perder definitivamente el sentido pude verlo marcharse, de espaldas, y comprendí que de nuevo había destrozado a un semejante y no me sentí orgulloso.
Allá se alejaba, con la conciencia hecha un guiñapo.