Han pasado casi cuarenta años desde la promulgación de la vigente Constitución, y treinta y cinco desde la publicación de las aventuras del curioso jurista persa. Y el hecho es que, bien entrado ya el siglo XXI, considero que aquel personaje creado por Cruz Villalón, una vez analizada la realidad española, habrá dejado atrás su curiosidad para dar paso a un estado de inusitada incredulidad o, más aún, de contundente perplejidad.
A estas alturas continuamos inmersos en una amalgama de principios inacabados y conceptos equívocos (cuando no, directamente, contradictorios), que alientan discursos encontrados (en ocasiones, hasta disparatados) y que, además, generan una gran inseguridad jurídica que termina trasladándose a los Tribunales y a la sociedad.
Este laberinto competencial en el que nos hemos extraviado (propiciado por muchas Administraciones consideradas competentes para regular una misma materia y por una avalancha de normas salidas de competencias exclusivas, compartidas o concurrentes) ha degenerado en un complejo jeroglífico, a menudo indescifrable, que condena a funcionarios, ciudadanos y Poderes Públicos a situaciones paradójicas y a pleitos de futuro incierto.
A todo lo anterior se añade el juego de los discursos plagados de términos eufemísticos y de ideas sin un contenido mínimamente cierto e indubitado. Estado, Nación, Nación de naciones, nacionalidades, regiones, soberanía, cosoberanía, autonomía, Estado libre asociado, relaciones de bilateralidad, federalismo, federalismo asimétrico, Estado indivisible, Estado divisible… Todo parece estar permitido en nuestra Carta Magna. Cualquier concepto parece tener cabida dentro de la literalidad del texto aprobado en el año 1978. La idéntica norma que lleva a unos a defender la unidad de España, sirve a otros para argumentar la procedencia de referéndums independentistas. Sobre la base de los mismos preceptos, unos consideran que vivimos en un Estado federal de facto, mientras que otros rechazan tal denominación. La pretendida ambigüedad conceptual que facilitó que ideologías de lo más diverso se sintieran cómodas bajo el paraguas constitucional, está generando en la actualidad unas tensiones insostenibles.
El jurista persa, pues, ya no sale de su asombro ante determinados episodios que tienen lugar en nuestro país. Yo tampoco. Conductas propiciadas y alentadas por algunos gobernantes (en demasiadas ocasiones aplaudidas y vitoreadas por sus fieles devotos) han traspasado la línea de lo esperpéntico para adentrarse sin rubor en el ámbito de lo delictivo. No es que tan sólo se discuta entre un modelo u otro de organización territorial, sino que se está poniendo en grave riesgo la esencia de la calificación como tal de Estado de Derecho.
Por ello, urge abordar de una vez por todas un cambio en nuestra Constitución que sirva para definir un sistema claro, diáfano y esclarecedor. Federal o autonómico. Con más competencias exclusivas o con menos. Con mayor o menor asimetría. Pero con unas reglas de juego comprensibles. Que cuando un jurista, ya provenga de Persia o de cualquier otro territorio, quiera conocer la organización territorial española, acuda a su Constitución y encuentre una idea certera y rigurosa de ella. Porque ahora el problema no es que abogados y politólogos de las lejanas tierras de Oriente se sientan confusos ante nuestro modelo de Estado, sino que a quienes llevamos décadas estudiándolo, enseñándolo y aplicándolo se nos está haciendo muy cuesta arriba seguir cargando con este cúmulo de contradicciones e incoherencias de las que nos hemos servido con empeño para regular nuestra convivencia.