«A Damaris la cubrió la tristeza y todo —levantarse de la cama, preparar la comida, masticar los alimentos— le costaba un trabajo enorme. Sentía que la vida era como la caleta y que a ella le había tocado atravesarla caminando con los pies enterrados en el barro y el agua hasta la cintura, sola, completamente sola, en un cuerpo que no le daba hijos y solo servía para romper cosas».
Así se siente Damaris: sola, torpe, con esas manos hombrunas buenas para nada que no sea limpiar y fregar. Vive instalada en un matrimonio que rueda con la misma inercia con la que la mañana sucede a la noche. Vive instalada en una cabaña que se alza sobre un acantilado entre la selva y el mar. Es un lugar casi salvaje que muestra, sin embargo, las huellas de cierta especie de colonización. La cabaña en la que viven Damaris y su esposo desluce entre las casas de recreo con sus jardines y piscinas que edificaron las gentes blancas de la ciudad. De esa ocupación y turisteo, prácticamente queda casi solo la arquitectura como vestigio. Es de uno de esos inmuebles del que cuida Damaris con sus manos torpes y hombrunas.
Le gusta vivir ahí. Más bien, le gustó regresar allí. Fue en ese acantilado donde trascurrió su infancia. En realidad, la semilla de su soledad se plantó en aquellos años. De entonces guarda también un recuerdo que preferiría que permaneciera oculto en lo más angosto de la selva o perdido en el fondo del mar.
Ese mar sube y baja al capricho de las mareas. Aunque, en realidad, estas no son caprichosas, sino que siguen su propia inercia al igual que hace el día y la noche y al igual que hacen también algunos matrimonios. Lo que sí es caprichoso es el mar.
La cabaña es más o menos accesible según la marea baja o sube. Damaris habita un paisaje solitario e intempestivo. Casi caigo en la tentación de jugar con las palabras y escribir que a Damaris la habita un paisaje solitario e intempestivo. Me pregunto si, en última instancia, todos albergamos un paisaje así.
«Soñaba con ruidos y sombras, que estaba despierta en su cama, que no podía moverse, que algo la atacaba, que era la selva que se había metido en la cabaña y la estaba envolviendo, que la cubría de lama y le llenaba los oídos con el ruido insoportable de los bichos hasta que ella se convertía en selva, en tronco, en musgo, en barro, todo al mismo tiempo, y ahí se encontraba con la perra, que le lamía la cara para saludarla. Cuando se despertó seguía sola. Afuera caía una tormenta brutal, con vientos de los que azotaban las tejas y truenos que hacían temblar la tierra: el agua se colaba por las rendijas y flotaba dentro de la cabaña».
Rogelio es el marido de Damaris, que lo mismo se echa a la mar que ayuda a su esposa en el cuidado de las casas de los blancos ricos. Rogelio estaba destinado a caerme mal. Eso pensé cuando lo conocí. Sin embargo, me sorprende muy gratamente en más de una ocasión.
Damaris está «a punto de cumplir cuarenta, la edad en que las mujeres se secan, como le había oído decir una vez a su tío Eliécer», con el cual se crio. Damaris se siente sola, triste y seca por incapaz de engendrar una criatura por más que lo ha intentado a lo largo de los años, pero he ahí que se cruza en su camino la perrita Chirli.
Chirli: así es como llama Damaris a la perrita. Primero lo hace secretamente; poco a poco, cada vez con menos pudor. Así es también como se llamaba una reina de la belleza. Así es como hubiese querido Damaris llamar a la hija que no tuvo. Así, con eso, es con lo que embroma a Damaris Luzmila, esa prima con la que también se crio, al enterarse del nombre que le ha puesto a la cachorrita.
Pilar Quintana nos cuenta en La perra la historia de Damaris y cómo va evolucionando la relación de esta con la perra Chirli. Se trata de una novela corta de apenas un centenar de páginas. Casi casi parece un relato y no solo por su brevedad sino por los pocos personajes, la reducida escenografía, la sencillez de la trama y lo mucho que se cuenta con tan escasos elementos. De hecho, se me antoja que la escritora colombiana debe de manejarse muy bien con los cuentos, género que también cultiva, por lo que será cuestión de ponerse a ello y colmar el antojo.
Sencilla no solo es la trama sino la prosa de su autora. Sus frases son cortas pero certeras. Todo fluye en la lectura con naturalidad. Es esa sencillez que parece que sale sola y que sin embargo debe de estar muy trabajada para provocar en el lector lo que provoca y para decidir en qué momento se cuenta cada cosa. Es una sencillez y una limpieza en la prosa que me recuerda en cierto modo a la de Sara Mesa.
Lo que a mí me provoca esta lectura es ternura. Acogería y acunaría a Damaris en mi pecho como ella guarda entre sus senos a la cachorrita Chirli. Sí, La perra me provoca ternura. Me la provoca hasta que me la deja de provocar y entonces ya no sé qué me provoca. Echo de menos esa ternura que me ha hecho querer este libro y a alguno de sus personajes y no sé qué hacer con ese sentimiento. No sé adónde se ha ido. En realidad no se me ha ido pero no sé dónde depositarlo, en qué lugar de ese acantilado, de esa selva o ese mar lo puedo guarecer. Pero aunque a mí no se me ha ido es cierto que a veces el amor... ¿En qué se nos transforma a veces el amor? ¿A quién queremos en realidad? ¿Para qué queremos o a cambio de qué ofrecemos eso que llamamos amor?
Yo quiero este libro porque es chiquito pero inmenso. Me da ternura, me la quita y me la trueca por otras cosas. Creo que pocos podrían ser inmunes a la ternura que despierta este libro. Creo también que las cosas que sustituyen esa ternura pueden ser distintas para cada uno, que aunque queda muy claro todo lo que ocurre en esta novela cada lector lo puede interpretar de una manera. Qué grande Pilar Quintana, con su prosa diáfana, con su exposición clara, con esa limpieza que no es inocua.
«La lluvia era siempre tan fresca y limpia que parecía purificar el mundo, pero en realidad era la responsable de que todo estuviera cubierto por una capa de moho: los tallos de los árboles, las columnas de hormigón del muelle, los postes de luz, las estacas de las casas de madera, las paredes de tabla y los techos de zinc y asbesto…»
La prosa-lluvia de Pilar Quintana deja al descubierto a su paso por esta historia esa herrumbre que bajo esos otros sentimientos más benignos preferimos ignorar. Y es que somos insondables. Somos equilibristas sobre un acantilado entre la selva y el mar.
«El mar seguía tranquilo como una piscina infinita, pero Damaris no se dejó engañar. Ella sabía muy bien que ese era el mismo animal malévolo que tragaba y escupía gente».
20160720-2016-07-20-0001-2, fotografía de Satchmo- bajo licencia CC BY 2.0
Ficha del libro:Título: La perraAutora: Pilar QuintanaEditorial: Literatura Random HouseAño de publicación: 2019Nº de páginas: 112ISBN: 978-84-397-3555-7Comienza a leer aquí
Si te ha gustado...¿Compartes? ↓