Los problemas del socialismo son fundamentalmente dos, bien conocidos. El primero, que para robar la riqueza no hay más remedio que aplicar una represión tanto más brutal cuanto más exhaustivamente se quieran realizar sus fines. El comunismo implantado en Rusia, China Popular, Europa Oriental, Sudeste Asiático, Cuba, Etiopía, Angola y Mozambique causó en el siglo XX unos cien millones de muertos, tanto entre propietarios como entre simples discrepantes o "elementos" que los comunistas juzgaban como obstáculos "objetivos" a sus grandiosos planes.
El segundo problema del socialismo es que, incluso logrado su objetivo de eliminar física o civilmente a los propietarios, o de hacerlos huir, sencillamente no funciona. El terrible precio de su aplicación acaba siendo la destrucción de gran parte de la riqueza nacional, así como un ruinoso retroceso de la productividad y una corrupción enquistada en todos los niveles. Por alguna razón, cuando la gente sabe que el fruto de su trabajo y de sus inversiones le puede ser arrebatado arbitrariamente en cualquier momento, la economía se derrumba. La naturaleza humana es así de obstinada; ni los fusilamientos, ni los campos de concentración ni las torturas logran enderezarla según los designios socialistas. Se trata de un hecho invariable, constatado en todos los lugares donde se ha realizado el experimento, sin excepción. Pensemos, sin ir más lejos, en el desastre económico de la zona dominada por el Frente Popular, durante la guerra civil española.
El socialismo revolucionario o populista emplea cuatro tipos de estrategias para tratar de vender una y otra vez su ideología, pese a sus catastróficos resultados. La primera consiste sencillamente en negar los hechos anteriores. Se trata de desacreditar las obras académicas, literarias, los testimonios, en una suerte de negacionismo que es estrictamente comparable al de quienes niegan la existencia de las cámaras de gas nazis, aunque en este caso vergonzosamente tolerado. Esta táctica es muy difícil de sostener, dado el carácter abrumador de la información existente, por lo que en la actualidad es poco frecuente; pero tuvo su importancia mientras existió la URSS.
La segunda estrategia consiste en admitir los hechos, pero interpretarlos de tal manera que no puedan ser achacados a la ideología socialista, sino a "desviaciones" o "errores" que fueron cometidos por los ingenuos y bienintencionados militantes y dirigentes comunistas, o acaso por algunos traidores infiltrados. Todavía se escucha en ocasiones el socorrido mantra de que el estalinismo en realidad no era verdadero socialismo, sino "capitalismo de Estado", como si el angelical socialismo nunca hubiera tenido la menor pretensión de apoderarse del Estado para aplicar su proyecto dictatorial. Más cómico resulta que Iglesias Turrión haya afirmado que Corea del Norte es un régimen "de derechas". Este tipo de argumentación resulta al final un arma de doble filo, pues si por un lado permite eximir al socialismo de sus crímenes, por el otro implica convertirlo en un sistema utópico, que carecería de referentes reales.
La tercera estrategia ha tenido mucho más éxito que las anteriores. Consiste en desviar la atención de las masacres provocadas por el socialismo mediante la constante rememoración de las atrocidades del nacionalsocialismo, generalizándolas al "fascismo", término utilizado, al igual que su sinónimo ultraderecha, con suma ligereza, de manera que se pueda aplicar a prácticamente cualquier oponente. También se logra un efecto parecido mediante la exageración de los crímenes supuestos o reales del "imperialismo" y la burda atribución de la pobreza y otros males (ecológicos, bélicos) al "capitalismo". Con ello se consigue compensar de algún modo la percepción del carácter sangriento del comunismo, al que se muestra como si fuera algo antitético al fascismo, pese a la similitud de sus métodos y las coincidencias del discurso antiliberal de ambas ideologías. La estética antifascista resulta además especialmente eficaz para enrolar a militantes jóvenes e idealistas.
Por último, a medida que los referentes del "fascismo" (Franco, Pinochet, el apartheid sudafricano) se convierten en episodios históricos cada vez más lejanos, sobre todo para los jóvenes, predomina un cuarto tipo de estrategia: el altermundismo. Es este un discurso evanescente que, sin identificarse de manera abierta con el socialismo, utiliza una retórica de corte anticapitalista, en la cual se recuperan los motivos de la anterior estrategia, mezclados con nuevos tipos de activismo, basados en el ecologismo, el llamado "comercio justo", igualitarismo de "género" e ingredientes de la "nueva era" (new age). El altermundismo conecta con la vieja lectura pobrista (en el fondo, materialista) del Evangelio, lo que le permite un alto grado de transversalidad, reclutando así un gran número de "tontos útiles" en todas las esferas, los cuales colaboran con el socialismo revolucionario sin saberlo o sin percatarse de su verdadera naturaleza totalitaria.
Más allá de estas estrategias, el predicamento del socialismo sólo se explica por el carácter sugestivo de su idea básica. Que pueda existir una solución simple de la mayor parte de los problemas humanos (la pobreza, las guerras, etc.) es algo demasiado tentador para todo tipo de personas, y en especial para los intelectuales. Contra esta tentación simplificadora, el único antídoto es un conocimiento empírico de la realidad, lo menos mediatizado posible por teorizaciones pedantes. Que la gente conozca con detalle la represión, la violación cotidiana de los derechos humanos y las políticas económicas de los gobiernos socialistas como Venezuela, junto con sus desastrosos efectos. Para ello bastaría con que los periodistas se limitaran a hacer su trabajo, que es informar, no orientar irresponsablemente a la opinión pública en la dirección de sus prejuicios favoritos.