Los océanos del mundo son una sombra de lo que fueron. Con unas pocas excepciones notables, como pesquerías bien administradas en Alaska, Islandia y Nueva Zelanda, el número de peces nadando en el mar es una fracción de lo que era hace un siglo. Los biólogos marinos difieren en la magnitud de la disminución. Algunos argumentan que las poblaciones de peces grandes de alta mar han caído entre un 80 y un 90 por ciento. Pero todos coinciden en que, en muchos lugares, hay demasiados barcos y muy pocos peces.
Especies populares como el bacalao han caído en picado desde el Mar del Norte a Georges Bank en Nueva Inglaterra. En el Mediterráneo, 12 especies de tiburón están comercialmente extinguidos, y el pez espada, que debería crecer tanto como un poste de teléfono, ahora apenas llega a la juventud y se come cuando no es más grande que un bate de béisbol.
"Cruel" podría parecer una acusación dura para la profesión milenaria de la pesca y ciertamente no se aplica all 100% de los que la practican, pero ¿de qué otra forma podemos catalogar a los cazadores del tiburón, que matan a decenas de millones de tiburones al año, a fin de comercializar sus aletas sin importarles que luego se hundan para finalmente morir en el fondo del mar? ¿Cómo llamaríamos a quienes les importa un comino que un incalculable número de peces y otras criaturas del mar queden atrapados en sus redes, para agonizar en ellas y luego ser arrojados al mar como pesca incidental inútil? ¿O a los que se dedican a la pesca con palangre, que deja en el mar miles y miles de anzuelos con cebo para atraer y ahogar a criaturas, como la tortuga boba y el albatros errante?
¿Acaso consideramos poca cosa estas pérdidas porque los peces viven en un mundo que no podemos ver? Pero si viviera en tierra, la majestad del atún rojo sería comparable a la del león. ¿Será alguien capaz de imaginar por un momento la belleza de estas criaturas si las tuviera a su alrededor de forma cotidiana?
Una de las ironías y tragedias de la caza del atún rojo del Mediterráneo es que el propio acto de la procreación, lo pone a merced de las flotas pesqueras. En la primavera y el verano, ya que el agua se calienta, esta especie busca la superficie para desovar; las hembras grandes expulsan decenas de millones de huevos y los machos emiten nubes de esperma. Desde el aire, en un día tranquilo, esta agitación se puede ver a kilómetros de distancia desde los aviones contratados por las misma flotas. Así es la naturaleza humana, aniquila a otros seres en el justo momento que estos se esfuerzan para que su raza no desaparezca.