En el verano de 2006 pasé un mes en Londres. Dormía en el salón de la casa de unas amigas de la universidad, en el barrio de Mile End (donde, según lo que escribe Ian McEwan en su novela Amor perdurable, viven los asesinos). Por la mañana acudía a unas clases de inglés en el centro, en Oxford Street, y luego paseaba. Cuando me quedé sin referencias turísticas, conseguí en Internet una lista de la ubicación de las placas azules de la ciudad, placas que dejan constancia de los lugares donde han vivido personajes famosos. Seleccioné las direcciones correspondientes a escritores, y con esa lista y un callejero recorría la ciudad. El trofeo era conseguir la fotografía de mí mismo al lado de la placa azul. Como iba solo (mis amigas tenían que trabajar a esas horas) esperaba a que pasase por allí un ciudadano con cara amable para inmortalizar el encuentro. La casa de Wilkie Collins (Londres, 1824-1889) estaba en una de las calles perpendiculares, por la cara norte, a Hyde Park (no recuerdo el nombre de la calle), y en este caso fue un sonriente japonés el que me unió a su placa azul. (Me gustaría colgar aquí esa foto, pero por entonces yo aún usaba una cámara de carrete y no tengo escáner).
Pero había hecho trampa: el juego no tenía sentido si no había leído nada del autor ante cuya casa me retrataba. Para subsanar el despropósito, al regresar a Madrid compré en edición de bolsillo La dama de blanco (1860), novela que leí en agosto de 2006. En ella se salvaguardaba gran parte del sabor de un Londres clásico o victoriano que uno trata de buscar en la ciudad, en más de una ocasión, infructuosamente. Sus mansiones, sus callejuelas, sus parques… estaban en la novela casi con más fuerza que en la realidad. La dama de blanco está considerada una de las primeras novelas de misterio, y me pareció muy atractivo su perspectivismo narrativo, al irse cediendo la primera persona de la historia a diferentes personajes. Esta novela provenía del folletín –caballeros, damas, sirvientes, mansiones, malvados, amores imposibles…-, pero lo sobrepasaba ampliamente porque sus personajes tenían entidad y el ritmo de la trama no decaía. Y La dama de blanco me sorprendió gratamente ese verano.
La piedra lunar me la regaló hace dos navidades la madre de mi novia, y no la había leído hasta ahora por el desbarajuste en que he caído durante los últimos años, al no compaginar bien la lectura de libros largos con otros más cortos. Ahora estoy tratando de arreglar, de nuevo, el problema del crecimiento de mis estantes de libros inleídos, y le ha llegado su turno.
Sabía que La piedra lunar era uno de esos clásicos del siglo XIX que admiraba Jorge Luis Borges y que el aplazamiento de su lectura, después de haberme acercado a La dama de blanco, constituía una torpeza personal. Porque ahora, después de tres semanas de trasladar el libro de casa al trabajo en mi maletín de profesor, puedo decir que me ha entretenido mucho, y que he disfrutado de nuevo de ese atractivo sabor decadente y clasista de la época victoriana inglesa.
En La piedra lunar, como en La dama de blanco, la novela también va cediendo la voz narrativa a diferentes personajes; pero además de acercarnos al género epistolar o al diario personal, uno de los protagonistas, Franklin Blake, pide a los participantes de la historia que narren su relación con los sucesos. “Fui a ver a mi abogado para tratar algunos asuntos de familia y, entre otras cosas, hablamos de la pérdida del diamante hindú, acaecida hace dos años en la casa de mi tía en Yorkshire. El abogado opina, de acuerdo conmigo, que en honor a la verdad toda la historia debería quedar registrada para siempre por escrito.” (pág. 15)
La novela sitúa su acción en 1848, y después de una carta fechada en 1799 -donde se describe cómo el gran diamante conocido como la Piedra Lunar, llega desde la India a Inglaterra- el primer narrador será Gabriel Betteredge, el anciano mayordomo que lleva más de 50 años al servicio de la familia; y con una socarronería puramente inglesa nos acercará al nudo del misterio: a la desaparición de la Piedra Lunar, en la mansión de la familia en Yorkshire, la noche del cumpleaños de la joven Rachel Verinder, y el acoso de la casa por tres sospechosos hindúes.
La narración de Betteredge, que ocupa unas 300 páginas de las 718 totales, es la más extensa del libro y para mí la más conseguida, por su desarrollo en ella del nudo argumental, por el manejo narrativo de la intervención de múltiples personajes, pero sobre todo por el hallazgo de la propia voz narrativa, la de anciano mayordomo. Y, sin olvidarnos de la aparición de uno de los puntales de esta novela: el sargento Cuff.Al principio -creo que lo pensé en el autobús que me lleva al colegio donde trabajo por las mañanas- cuando el famoso sargento Cuff llega de Londres a la mansión de Yorkshire para intentar resolver el enigma de la desaparición del diamante, me pareció que ese policía mayor, en extremo delgado y que se muestra más interesado en el cultivo de las rosas que en el drama que tiene lugar a su alrededor, era un plagio de Sherlock Holmes. Después, pensando un poco en las fechas, me pareció que podía ser al revés. Lo comprobé en Internet: el sargento Cuff aparece en 1868 (más de 20 años después de la aparición en 1841 del Dupin de Poe), y el nacimiento de Sherlock holmes tiene lugar en 1887 en Estudio en escarlata. Así que aquí la lectura de La piedra lunar sufrió un salto cualitativo en mi estima; según avanzaba en su lectura no me cabía duda de que Arthur Conan Doyle la había tenido muy presente a la hora de crear a su inmortal personaje. De hecho, la relación que se establece entre el mayordomo Gabriel Betteredge y el sargento Cuff, en la que el primero actúa como asombrado narrador de las peculiaridades del segundo, prefigura la creación de la pareja Watson y Sherlock Holmes. Y sobre esto imagino que habrá múltiples estudios, pero no existe conocimiento más grato que el que uno descubre por sí mismo.
También resulta fascinante la creación de la segunda voz narrativa, miss Clack, la prima solterona de Rachel Verinder (la joven a la que le es robada la Piedra Lunar). Y con su narración llegamos ya a la página 400 de la historia.
Y hasta aquí la novela, más allá del misterio planteado, funciona perfectamente gracias a las voces narrativas creadas: la del mayordomo y la de la prima solterona, que además son personajes absolutamente literarios, ya que ambos confían para dirigirse en sus vidas en el poder contundente de la palabra escrita. El primero es un gran admirador de la obra Robinson Crusoe de Daniel Defoe, libro que consulta como si fuese un oráculo; y la segunda cree plenamente en la capacidad redentora de sus panfletos religiosos, que intenta siempre repartir entre sus conocidos.
La narración la toma después el abogado Bruff y aquí parecía que ya se caía mi teoría de la creación de personajes literarios que confían por encima de todo en la palabra escrita; pero más tarde, traspasada ya la página 600, en la narración correspondiente al médico Ezra Jennings, nos encontramos al abogado Bruff retratado de esta forma: “Míster Bruff la ha abierto (la puerta) ante mí con sus papeles en la mano… sumergido en las leyes, impermeable a la influencia de la medicina.” (pág 640) y en la página 654: “Apoderándose en seguida de la pluma ha redactado la declaración con la fluida presteza de una mano experta”.
Cuando es Franklin Blake quien toma la voz narrativa la creación del personaje me ha parecido más convencional: aquí está el galán en apuros de la base folletinesca de la historia, el enamorado de Rachel Verinder, separado de ella por el misterio que envuelve la desaparición de la Piedra Lunar (un personaje que guarda más que un parecido con Walter Hartrhigt, el protagonista de La dama de blanco). Pero es él quien ha organizado la redacción de las experiencias del resto de los participantes en la trama y quien puede hacer metaliteratura al comentar los textos de sus compañeros. En uno de los momentos fundamentales para la resolución de su futuro, en concordancia con mi teoría, Blake aguarda su destino leyendo: “Míster Blake ha vuelto a hojear los volúmenes que se hallaban sobre la mesa de su alcoba. El guardián, Tatler y Pamela de Richardson; El hombre sensible de Mackenzie; Lorenzo de Médicis de Roscoe y Carlos V de Robertson…; todas ellas obras clásicas; todas (naturalmente) muy superiores a cualquier obra aparecida con posterioridad y todas, también (según mi actual punto de vista), poseedoras del gran mérito de no encadenar la voluntad del lector ni de excitar el cerebro de nadie”, escribe en la página 638 el médico Jennings al referirse a Blake; Jennings, el hombre solitario que se siente repudiado por los demás debido a su aspecto extraño, es otra de las grandes creaciones del libro; otro personaje puramente literario ya que acostumbra a escribir un diario con el que quiere que le entierren, pero regala a Blake las hojas correspondientes a su relación con él.
Es destacable también la creación del personaje de Rosanna Spearman, en cuya aparición trágica de pobre sirvienta la novela cobra tintes góticos.
La traducción a cargo de Horacio Laurora es correcta, no he detectado errores, como sí los había en La dama de blanco (traducida por Maruja Gómez Segalés); sí se pueden encontrar, en cambio, en esta edición de Homo Legens numerosas erratas, algunas tan evidentes como la no separación entre dos palabras, que, dada la calidad física del volumen afean un tanto la edición. También falta en este libro el prólogo de Jorge Luis Borges con que lo comercializan otras editoriales (imagino que por un tema de derechos). Así que no me gustaría acabar esta entrada sin agradecerle al escritor Carlos Ardohaín, que después de intercambiar algunos correos electrónicos sobre mi lectura de su novela Los incógnitos, me haya enviado este prólogo escaneado de su edición de La piedra lunar (al final va a tener razón el comentarista anónimo que entró en la entrada correspondiente a Los incógnitos: aquí existe un intercambio de favores. Yo le dedico una entrada elogiosa a la novela de Ardohaín y él me envía dos páginas de Borges escaneadas. Chicos dejad de soñar con el fútbol: en la literatura es donde verdaderamente se mueven los maletines llenos de gloria y de billetes).
Borges llama a Collins “maestro de las visicitudes de la trama”, y, entre otras cosas, yo he tratado de llevar a cabo una lectura de La piedra lunar en busca de alguna característica que me haga pensar que Collins influyó en algún aspecto de la obra de Borges. Me ha parecido encontrar rastros de Borges en estos dos párrafos de La piedra lunar: “Nada hay en este mundo, Betteredge, que nos parezca una cosa probable, si no logramos vincularla con nuestra engañosa experiencia, y sólo creemos en lo novelesco cuando se halla estampado en letras de molde”. (pág. 59)“Así es como transcurren los años y se repiten los sucesos; y así es como los mismo eventos vuelven a acaecer una y otra vez en los ciclos del tiempo. ¿Cuáles serán las próximas aventuras de la Piedra Lunar? ¿Quién lo sabe? (pág. 718, y párrafo final del libro). Palabras como estas últimas las usa Borges en su Historia de la eternidad: “Esa pura representación de los hechos homogéneos (…) no es meramente idéntica a la que hubo en esta esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma”.
Además de la atenta lectura que Arthur Conan Doyle hizo de Wilkie Collins, apunto que también otro de los clásicos ingleses de finales del XIX le leyó también con notable fruición: estoy hablando de Bram Stoker, quien considero que aprendió bastante en La dama de blanco y en La piedra lunar sobre la estructura, el ritmo y la creación de un misterio para llevar a cabo la escritura de su Drácula.
La piedra lunar es la primera novela de detectives británica, y una de las primeras del género, donde se prefigura ya de forma clara la que sería una de las parejas más famosas de la literatura, la formada por Sherlock Holmes y Watson; y que se lee como una entretenida novela de trama, pero, sin querer despreciar el misterio que representa la desaparición del diamante (que al final para mí no tiene más relevancia que, como dicen en el cine, ser un Macguffin narrativo), el interés recae en la sabia creación de personajes, y en la capacidad para mostrarnos una época -la victoriana- con sus diferencias de clase, su irrelevancia social para la mujer (como podían hacer las novelas de Jane Austin) y la capacidad de aventura (porque aún existía un amplio mundo por descubrir). Novela de detectives, de caracteres, de clases, folletín, novela gótica… irónica, divertida, prefiguradora de caminos a seguir, y con una trama que no decae en más de 700 páginas, ¿qué más se le puede pedir a una novela? Un clásico.