La piscina de Bangui

Por En Clave De África

(JCR)
¡Por fin ya está aquí en Bangui! ¡Lo que todos esperábamos durante tanto tiempo!” Nada más aterrizar el sábado pasado en la capital de la República Centroafricana me encontré con este mensaje de texto enviado por una compañía de telefonía móvil. Inocentón como suelo ser, pensé que los 2.000 soldados de la fuerza multinacional de paz tantas veces prometidos habían llegado para desarmar a los sinvergüenzas que desde marzo de este año aterrorizan a la población tras haber tomado el poder, o que los convoyes de ayuda humanitaria por fin empezarían a viajar al interior del país para socorrer a los cientos de miles de desplazados por la guerra, pero no. Se trataba de un anuncio de la inauguración de… ¡la piscina de un hotel de cinco estrellas!

El glorioso evento, que tendría lugar en los jardines del hotel Ledger Plaza, se anunciaba para las siete de la tarde, y por la módica cantidad de 10.000 francos CFA (unos quince euros al cambio) se podía acceder a la fiesta, en la que uno podría disfrutar de cervezas frías, pinchos de carne asada, baile y hasta discursos. Pensé en los amigos que tengo en Bangui, expoliados y aterrorizados por los nuevos amos de la Seleka desde que éstos entraran en la capital a sangre y fuego el pasado 23 de marzo, que comen una vez al día, rezan cada noche para que no les toque a ellos la visita nocturna de los hombres con armas que roban, secuestran y violan a su antojo, y no tienen dinero para pagar la escuela de sus hijos, y pensé que ninguno de ellos se acercará nunca, ni por asomo, a una piscina en la que entrar cuesta lo mismo que el dinero que necesitarían para alimentar mínimamente a su familia.

Mientras pensaba en todo esto, terminé de deshacer la maleta y no pude evitar reírme al ver el traje de baño que mi esposa me había doblado cuidadosamente entre mi ropa. Ella suele decir, y con razón, que soy un desastre para hacer la maleta y que prefiere preparármela ella. Durante los últimos tres años, preparando viajes al Congo y a Centroáfrica, siempre me hace la misma pregunta: “¿Dónde vas esta vez hay piscina en algún hotel?”. Creo que sí, suelo responder. “Pues entonces te pongo el traje de baño, que te vendrá bien relajarte alguna vez y nadar”, me dice. He perdido la cuenta de cuántas veces ha viajado ya a África mi bermudas azul con rayas blanca para regresar con la prenda intacta y sin haber tocado ni una gota de agua. “¿Has ido alguna vez a la piscina?”, me pregunta mi mujer siempre cuando regreso a Madrid. La verdad es que no he tenido tiempo, suele ser mi respuesta.

Sin embargo, una vez estuve a punto de romper con mi tradición de viajes con abstinencia piscinera. Fue en octubre del año pasado. Llevaba yo dos meses trabajando en Obo, una remota aldea de la selva centroafricana, cuando mis jefes del Banco Mundial me llamaron para participar en una reunión de varios días en Bangui. Me dijeron que me reservarían una habitación en el hotel Ledger Plaza de Bangui, entonces recién inaugurado, y mi primera reacción fue decirles: “No, no os molestéis, prefiero quedarme en la casa de la diócesis de Bnagassou, donde la habitación me cuesta cinco mil francos al día, y ya me diréis a qué hora empezamos para llegar puntual”. No hay cuidado, me respondieron, el hotel lo paga el Banco Mundial y queremos que te hospedes allí para que descanses, y además piensa que tiene piscina y que podrás nadar todo lo que quieras.

Tras mi primer día de reunión en los dorados salones del hotel, donde tenía que restregarme los ojos para asegurarme de que seguía en el país más pobre del mundo, me enfundé mi traje de baño blanquiazul, me envolví en el albornoz que encontré en la habitación, y me dirigí a la piscina con la excitación de un niño en la noche de Reyes. Cuál no sería mi sorpresa al acercarme al bordillo, tras cruzar el inmaculado jardín lleno de flores y parterres, y descubrir que la piscina estaba vacía. Pregunté en recepción cuándo iban a llenarla de agua y me respondieron: “Pero, señor, compréndalo, es que sólo hace cuatro meses que hemos abierto el hotel y aún nos quedan por organizar algunos detalles”. El agua de la piscina era uno de ellos. Ahora que por fin la han llenado envían sms a diestro y siniestro para anunciar el gran evento y organizan una fiesta para que la gloriosa ocasión no pase desapercibida y se celebre como merece, por todo lo alto, como respuesta al clamor popular de los habitantes de Bangui, que desde el último año no han pensado en otra cosa y no han descansado tranquilos hasta saber que el hotel de cinco estrellas que honra su capital tiene por fin una piscina como Dios manda: incluso con agua y todo.

Como no me fui de fiesta el sábado, pude levantarme tranquilamente el domingo muy temprano para acudir a la catedral para la misa de las seis y media de la mañana. Al terminar el oficio religioso, me fijé en un detalle que me golpeó de inmediato: la amplia explanada a la salida de la iglesia estaba llena de coches. Pertenecían a algunos de los feligreses que habían venido a la oración y que –al contrario de lo que suele ocurrir en España- se paraban a charlar sin prisas con los curas y los otros fieles a la entrada del templo. La presencia de los vehículos –unos 30- me llamó poderosamente la atención porque la última vez que acudí a misa aquí, a finales de abril, no había ni uno solo. Hacía entonces apenas un mes que los rebeldes de la Seleka habían tomado el poder, y todos recordaban aún lo ocurrido el 24 de marzo, domingo de Ramos, cuando varios hombres en uniforme habían irrumpido en la catedral durante la misa y exigido, con disparos al aire, a los aterrorizados feligreses que les entregaran las llaves de los coches aparcados en el exterior. Aquel fue sólo uno de los innumerables incidentes de violencia cometidos contra una población indefensa durante los meses sucesivos.

“Fíjate cuántos coches aparcados, eso quiere decir que ahora la situación ha mejorado mucho y la gente no tiene miedo a que le atraquen”, me dijo René, el amigo que me ha acogido en su casa de la capital centroafricana varias veces. La última vez que le había visto fue a finales de junio. El 28 de ese mes Bangui quedó envuelta en el terror más absoluto cuando la Seleka reprimió a golpe de ametralladora una manifestación en el barrio de Gobongo en la que hubo al menos seis muertos y más de 30 heridos graves. Hubo disparos en todos los barrios durante toda una noche en la que ninguno pudimos dormir. Después, de forma inesperada, el nuevo hombre fuerte del país Michel Djotodia anunció que patrullas mixtas de la Seleka y la fuerza multinacional de la FOMAC iban a comenzar operaciones de desarme en la capital. Yo me volví a España a los tres días de comenzar la recogida de armas, y a mi regreso me dio la impresión de que las cosas empezaban a mejorar. El primer día me di un paseo a pie por los barrios del centro: la estampa habitual formada por los grupitos de milicianos que, tocados por turbante o por boinas rojas, circulaban armados con aires de gallito había desaparecido, la gente parecía más relajada, los comercios y bares que antes echaban el cierre apresuradamente a las tres de la tarde permanecían abiertos hasta bien entrada la noche (aquí anochece a las seis) y me fijé en que en varios sitios había obras de construcción en curso.

“Sí, todo eso es verdad, pero no te fíes mucho de las apariencias”, me comentó aquella misma tarde mi amigo Irenée. “En nuestro barrio aún vamos a dormir con miedo y tengo vecinos que han sido atracados en plena noche hace pocos días por los hombres de la Seleka”. Irenée vive en el “Kilometre Cinq”, una de las zonas populares más calientes de Bangui, donde la tensión entre cristianos y musulmanes se masca en el ambiente. El caso de Irenée es paradigmático de un país donde la gran mayoría de sus apenas cuatro millones y medio de habitantes han pasado de vivir en la pobreza a hundirse en la miseria. En la República Centroafricana apenas hay clase media y las pocas personas que podían ser catalogadas en este segmento social se han quedado como él: hasta el pasado mes de marzo, su trabajo en una ONG y el sueldo de su mujer, funcionaria, les daba para vivir holgadamente y permitirse lujos como poder enviar a sus dos hijos a la universidad y hacer planes para edificar una vivienda nueva. Pero ahora él ha perdido su empleo y su mujer –como todos los trabajadores del Estado- estuvo cuatro meses sin recibir su salario. Cuando, hace pocas semanas, recibió finalmente su paga de dos meses todo se fue en pagar deudas. Irenée está cada día más delgado. No es de extrañar. En su casa han pasado de comer tres veces al día a poder permitirse sólo una exigua colación. Todos los días camina siete kilómetros de ida y otros tantos de vuelta para cultivar una hectárea de terreno que un amigo suyo le ha concedido en arrendamiento. A principios de julio me había pedido que le trajera semillas de cebolla y cuando se las entregué en esta ocasión no cabía en sí de gozo. Me pareció, eso sí, que pasó en pocos minutos de estar deprimido a hacerse su particular cuento de la lechera imaginando increíbles ganancias con cientos de kilos de cebolla que espera vender en el mercado.

El mismo sentimiento de escepticismo lo percibí el domingo por la tarde en el barrio de Bimbo, donde me alojé durante dos meses a principios de año. Rosalie, la mujer de mi amigo René, me contó que ya no gana lo que antes en su puesto del mercado del “Kilometre Neuf”, porque la presencia de los milicianos de la Seleka impide que el lugar goce de la animación que tenía antes. En su casa intentan recuperarse a duras penas después de haber sido asaltados de noche ya dos veces y su nieto de nueve años se sienta en un rincón triste consciente de haber perdido el año escolar. Cuando le pregunto si piensa que la seguridad ha mejorado me dice que en el barrio todos están traumatizados después de que dos semanas antes la Seleka asaltara la casa de un miembro de la gendarmería y le matara a tiros. “Ocurrió a sólo doscientos metros de la residencia de la esposa del presidente, así que imagínate lo inseguros que nos sentimos aún”. Bimbo es un barrio a las afueras de Bangui en el que abundan las comunidades religiosas, la mayoría de las cuales fueron brutalmente asaltadas y saqueadas durante las semanas que siguieron a la toma de poder violenta del 24 de marzo pasado.

Mis más de dos décadas de trabajo en lugares conflictivos de África me han enseñado que para conocer la situación hay que pisar el terreno y preguntar a las personas que padecen en su día a día lo peor de la violencia. En ocasiones, quienes detentan el poder se esfuerzan por mejorar la seguridad en el centro de la capital, donde los ojos de la comunidad están más fijos, pero no se puede caer en la tentación de pensar que el país se acaba en las cuatro calles principales donde se concentran oficinas, negocios y algún hotel de lujo.

En cualquier caso, espero que estén ustedes de acuerdo conmigo en que el mejor lugar para conocer la situación de un país no es un hotel de cinco estrellas, por mucha piscina que tenga. Si yo fuera secretario general de Naciones Unidas prohibiría terminantemente a mis funcionarios, altos cargos incluidos, que se hospedaran en estos lugares, que se acercaran a menos de doscientos metros de sus entradas, y les obligaría a que pasaran sus noches en barrios como en los que viven mi amigo Irenée o la familia de René. Si temen por su seguridad, que les pongan tres o cuatro policías a la puerta, pero por lo menos que sepan lo que significa vivir en un país donde nadie está seguro de llegar vivo al día siguiente. Es posible que cuando volvieran a Nueva York tomaran decisiones más acertadas, y sobre todo de forma más rápida.