Es curioso, las piscinas siempre me transmiten un sentimiento de inquieta tranquilidad. No es que haya visitado muchas, ni siquiera sé nadar; así que no sé de qué imaginería literaria, cinematográfica o personal procede esa calma teñida de desazón que me provocan. Escucho la palabra piscina y mi mente se ilumina en el sentido más literal. Supongo que esa luz es reflejo del blanco que me imagino predomina en ese lugar; también de las aguas cristalinas, límpidas, que permiten ver el fondo. Y es una imagen bella, la que se forma en mi mente; pero es la suya una belleza fría, demasiado perfecta. Es como si el verdadero fondo estuviese vedado a mis ojos; como si todo lo que de idílico e impoluto me sugiere pugnase por resquebrajarse. Comienzo entonces a percibir lo afilado de sus bordes, lo resbaladizo de su superficie; me invaden y me angustian peligros por doquier. Como una contraprestación. Como una combinación imposible y por ello indisoluble. Como la certeza de saber que nada es inmutable. Y otra cosa: pienso en las piscinas como lugares solitarios.
"...tengo la sensación de que mis sentimientos también se secan. Siempre lo mismo. Nunca puedo hacer como las demás niñas".
Siempre lo mismo. Mi desconfianza innata. No puedo creer en los escenarios perfectos; algo esconden. No puedo pensar en gente simplemente nadando, esforzándose; a ver por qué no puedo escuchar el bullicio; imaginarme si acaso una piscina a la que la gente acude durante el estío a disfrutar. Como si algo no marchase bien en mí; como si hubiese en mí algo malsano. Pero no soy yo quien pronuncia la cita precedente a este párrafo sino Aya, protagonista y narradora de este pequeño gran libro. Y no, no es la desconfianza la que habla por su boca; si acaso siente desconfianza por algo o alguien es por sí misma. Es la extrañeza, el sentirse diferente sin necesariamente serlo; es la muda de piel.
La piscina del título es aquella a la que Aya acude muchas tardes. Se sienta en las gradas, en un lugar desde donde no la puedan ver. Observa a Jun; su cuerpo atlético; sus músculos húmedos; sus saltos perfectos desde el trampolín; su concentración; su cuerpo suspendido en el aire, lanzándose al vacío; sus manos por delante cortando limpiamente la superficie del agua; Jun, que se sumerge; Jun, que emerger nuevamente ante sus ojos. Jun es un dios para ella y Aya lo contempla extasiada, con la fascinación del descubrimiento, del que mira y ve por primera vez.
"Realmente Jun era más bello cuando estaba en el aire, desde el momento en que saltaba del trampolín hasta que llegaba a la superficie del agua. Todo, tanto sus palabras de aliento como sus ademanes, caían envueltos en la hermosura de sus músculos. "Por eso siempre te contemplo en la piscina", murmuré en mi fuero interno".
Realmente es el Jun que entrena todos los días en la piscina con el equipo de natación el que más le gusta a Aya y es por ello por lo que busca el anonimato para admirarlo. Pero también se hará la encontradiza en otras ocasiones aprovechando que el hecho de vivir en el mismo hogar le proporciona la oportunidad de compartir pequeños momentos con él. Y es que Aya y Jun se conocen desde hace tiempo, casi casi desde siempre. Son muchos los recuerdos que Aya guarda de Jun, muchas las muestras de su bondad, tranquilidad y amabilidad que ha presenciado. Pero es recién que Jun invade su pensamiento y domina sus anhelos; es ahora que Aya ya no es una niña pequeña y ya no ve en Jun un niño, ahora y no antes. Antes, cuando, tal vez, "era más feliz que ahora, pues aún no sabía lo que era sentir pena y angustia".
El hogar que comparten Aya y Jun es un hogar de huérfanos; un hogar en el que, por definición, todos los niños que lo habitan son huérfanos. Todos excepto uno: Aya, la hija de los directores. Sin embargo, es precisamente Aya la que se siente más huérfana de todos. Siente que su biografía se diluye entre la de sus compañeros, que sus padres no le pertenecen. El hogar de huérfanos no es para ella un hogar y la palabra familia se le antoja algo hueco, vacío, carente de significado.
"Contemplo afligida el álbum, pero nunca encuentro anotaciones sobre mi peso, altura, o huellas de mis pies hechas con tinta china, ni fotos instantáneas con mis padres. Escucho el sonido seco del álbum al cerrarse, como si fuera el ruido que aplasta a mi familia bajo la masa de los huérfanos".
La prosa de Yoko Ogawa es como esa piscina de la que os hablaba al principio. Es bella, limpia, hipnótica, aparentemente fría, distante pero, a poco que nos adentramos en ella, comienza a resultar perturbadora. Sus palabras son afiladas, incisivas, y despejan sin cortapisas ese falso fondo para zambullirse (y zambullirnos) en la turbiedad de lo diáfano. El trabajo de introspección que hace con su narradora es brutal. Aya está a la altura de grandes protagonistas adolescentes de la literatura como la Frankie de Carson McCullers o la Merricat de Shirley Jackson. Todas ellas tan terribles, tan fascinantes, tan adorables (al menos literariamente hablando); todas ellas tan únicas en su genialidad, en su cruel inocencia. Lo que tal vez distingue a Aya entre todas ellas es que ella es consciente de su oscuridad.
"No era un sentimiento desagradable. Contenía incluso una especie de secreta sensación placentera. Últimamente me embargaba a menudo esa clase de "sentimiento de crueldad" [...] que tenía oculto en mis entrañas. Era un vago dolor que me provocaba, que me acariciaba apaciblemente en el interior del pecho, como si me consolara".
Sí, Aya es inocentemente cruel y además consciente de esa crueldad. Y también contradictoria, lo cual la hace un personaje aún más apetecible. Hay placer en sus actos pero ni un ápice de remordimiento o culpabilidad. Sin embargo, es como si aspirara a la absolución. Jun es su medio de expiación. Ambiciona su pureza, ser inmaculada ante su mirada, dejarse irradiar por la luz que desprende. Seremos testigos de si esa luz consigue amparar la oscuridad.
"Deseaba intensamente sumergir mi cuerpo en el agua de la fuente que hay en lo más profundo de su ternura, que él me limpiara el cuerpo con el algodón de su alma".
Yo tan solo me he bastado de mi piscina imaginaria para contaros mi experiencia con este libro. Yoko Ogawa tan solo ha necesitado cien páginas, y de un libro diminuto, no solo por estrecho sino por pequeñito, para que esa piscina se redimensione estratosféricamente en mi mente. Un libro que se lee de una sentada, aun si sois como yo que gusto de detenerme en párrafos y frases. Un libro que me da el pistoletazo de salida para volver a zambullirme en las perturbadoras aguas de su autora. Aun sin ayuda de artículos de flotación. Aun sin hacer pie. Aun sin saber nadar.
"Deseaba lamer lentamente aquellas lágrimas. Agrandar las heridas, y con mi lengua rozar allá donde el corazón humano es más frágil, y supura".
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