Ventea el otoño por poniente, se nos recortan con figuras de barquillo los días, como sin ganas amanece, y así, pasito a paso, el calendario desgrana sus hojas en la interminable sucesión del tiempo. Siempre ha sido para mi el otoño reencuentro con la nostalgia de tiempos pasados -sedimentos de aquellos aluviones estivales-, la luz almibarada de un roble que bosteza. Siempre ha sido para mi el otoño, la luz transparente de una mirada infantil, el candor de una margarita, la tersura de una malva y el olor -por encima de todo- de esa mermelada de ciruela, tal y como nuestras abuelas la preparaban con todo el tiempo y el amor del mundo.
Se acababan los tiempos de siestas interminables y así, cuando yo era una niña chica -aunque hoy lo puedo seguir siendo por esas cosas mágicas de la vida-, y sólo para alguien una niña azul, entonces, cuando yo lo era para la generalidad de las gentes, rememoro contemplando a través del espejo del pasado, cómo se podaban ya entonces, ilusiones estivales, cabellos demasiado largos y los rosales del jardín. Con la misma mano inmisericorde pasaba ¿pasa? el tiempo en clave de sol, concierto para sordos, adagio confidencial para todos aquellos que agostan sus primaveras buscando las luces de neón, la verdad de los hados en el fondo de un vaso de vidrio y buscan a la bella Sigrid, la elegida de su corazón, entre pinturas y modos quinceañeros.
Me preguntaba yo entonces y ahora, el por qué de esa poda siniestra; qué es lo que la moral y el orden establecido tienen en contra de los cabellos largos y las ramas espigadas en desorden de los rosales. No sabía -deliciosa infancia- que la vida me estaba enseñando otra lección. Caen los sueños como los partidos políticos, porque a ambos les faltan valor en los hombres, que son, en suma, quienes los forjan y destruyen. Valor -palabra mágica-, traumática, insondable; el valor de nacer cada día, a pesar del qué dirán, y si fuera necesario cada pedacito de día; el valor para hacer sonrisa de abanico de ámbar y puntillas, ante ese rasgo que no esperábamos, la mirada alta y el corazón esperando siempre a la vuelta de la esquina. Es como esa pequeña prostituta que nunca acaba de aprenderse la lección y siempre le perdona al soldadito de Vigo, al que no le han mandado el giro. Un día acabará por ser un chulo y entonces se dará cuenta también de que en otoño se podan los rosales.
La muchacha que rompió -capullo que estaba en la madrugada- sus diques y se hizo flor y fruta y esperanza que tiñe de rojo las sábanas doradas que recogen sus sueños, también a golpes de sonrojo, miedo y escarcha, se dará cuenta de que en otoño se podan los rosales.
Y el cachorro de mastín, abandonado a su suerte porque la señora de la casa pudo prometer y prometió, pero como casi todas las señoras y casi todas las casas, se olvidó de que las promesas se deben hacer día a día; peludo, suavecito, condenado por los dioses a la adustez, a la fiereza, a la lealtad, si te hubiera dejado vivir, si no te hubieran arrojado a la cuneta, donde sopla el viento del Este, el que se lleva -y tú lo sabes, pequeño alevín de esperanza- los amores de los hombres, tan crueles, tan insensibles, que son capaces de dejarte morir entre las llantas de cualquier vehículo, símbolo de nuestro progreso democrático y civilizado. Cuando las últimas luces de la tarde formen crisol de espejos incandescentes, cuando las sombras de los chopos se agiganten y quieran engullirte entre sus ramas tenebrosas; cuando el miedo a la soledad y el dolor de no tener más piel que la propia para lamer, se haga herida que gotea en tu interior, entonces comprenderás por qué se podan los rosales en otoño.
Y tú, mujer, que haces esperanza cada mañana, sin esperar de la vida más que aquello que tú misma puedas ofrecer a tu amor. Tú, mujer, que entregaste tus muslos en ofrenda redentora -decían de fe y de progreso-, que cultivaste el silencio como arma, que callaste para que a él se le oyera, que bebiste los reproches del muro de la indiferencia, que pariste hijos, como el que entrega una flor que luego el viento del Este arrancará de tu lado, que quisiste llegar y te perdiste en el metro de tus canas, que quisiste hacer y madejas de seda te envolvieron, que plantaste begonias y se secaron y que siempre fuiste en pos de una sombra, a la que tus propios miedos no fueron capaces de dar corporeidad. Tú, mujer, que bebiste tus lágrimas en la almohada, porque no fuiste capaz de decir más ¡no quiero! y, sin embargo habías perdido el último tranvía de la valentía en aquel colegio que enseñaba a no aprender.
Tú, mujer, cuando flojas tus carnes, perdido el pudor y la vergüenza, carcomida por las termitas del deseo, te hagas esposa consorte de las tisanas de aquel que te prostituyó con los plazos de la nevera y el cuello de armiño. Tú, mujer, cuando tengas que alzar la voz para hablarle y comer sin sal de la vida por su estómago, y esconderle el tabaco y, entonces, tengas sombra de lo que fue un hombre y esposo evangélico... Entonces, cuando él descuidadamente te ordene, casi con ternura, que leas el periódico o le busques la manta del cuadro para el frío, entonces y solamente entonces comprenderás por qué se podan los rosales en otoño.
Y tú flor, exquisita que dicen, pálida luz de invernadero, por espejo de tus propios sueños, cortada alto el talle, cuidada la figura de pétalos de acero, esperanza perdida en el recuerdo, olores de jazmín y aire de enebro. Tú, sombra incorrupta de la otra, tú gemela, tú nacida a golpes de viento en la pradera, helado amarillo que verdea en su pie de junco agreste, caracola de luces en la nieve de las montañas que te embriagaban aguerrida, que conocen el trotar del potrillo en la pradera y el aullido del lobo en las noches de luna, que bebes el agua del rocío y copulas orgásmica belleza al son del trino del jilguero; tú que puedes gritarle al mundo cada mañana que existes y que eres, cuando también a tí, como a tu hermana de invernadero, te arranquen unas manos infantiles y sientas el calor tibio de unos dedos que rasgan tus entrañas, entonces, en el postrer soplo de vida de tus sueños, comprenderás por qué se podan los rosales en otoño.
Y ese ciudadano de pro, creyente alpino de las ascensiones a golpe de sonrisa y zarpada cruel en los postres, que viene y va por el excalestric mágico del asfalto, que se forja en el andar sinuoso, que siente sus maquiavélicos pensamientos y sus trastos en la urbe acrisolada que la rueda de la fortuna le depara; aquel ciudadano que siente el gusanillo del poder como arma arrojadiza, bastón alado de sus miedos y frustraciones, cuando después del paseíllo triunfal, las mil y una reuniones, los mil achaques y arrogancias, se sienta en la soledad de la noche, frente por frente a sus propias ideas, la calle silenciosa le escupirá la verdad sin luces. Entonces también él se preguntará por qué a los rosales les podan en otoño...
Lola Villar Villanueva, es abogada, autora del libro "33 años, 33 poemas".
@Número 3 de "Pernía", Diciembre de 1984. Edita y Dirige: Froilán de Lózar