“El caminante recorre infinitamente el espacio […] Participa así en carne y hueso de las pulsaciones del mundo: toca las piedras o la tierra del camino, palpa con las manos la corteza de los árboles o las sumerge en los arroyos, se baña en los estanques o en los lagos, se deja penetrar por los olores: olor a tierra mojada, a tilo, a madreselva, a resina, la fetidez de los pantanos, el yodo del litoral atlántico, el aroma de las flores mezcladas que impregna el aire en capas. Siente la espesura sutil del bosque que cubre la oscuridad, los efluvios de la tierra o de los árboles, ve las estrellas y conoce la estructura de la noche, duerme sobre el suelo irregular. Escucha el canto de los pájaros, el temblor de los bosques, los ruidos de la tormenta o los gritos de los niños en los pueblos, la estridencia de las cigarras o el crepitar de las piñas bajo el sol. Experimenta las magulladuras o la serenidad de la ruta, la felicidad o la angustia de la llegada de la noche, las heridas provocadas por una caída o por una infección. La lluvia empapa su ropa, humedece sus provisiones, enfanga el sendero; el frío aminora su avance y lo fuerza a la preparación de una hoguera para calentarse, utilizando todos sus recursos para cubrirlo; el calor hace que la camisa se adhiera a su cuerpo, el sudor fluye sobre sus ojos. El caminar es una experiencia sensorial total que no escapa a ninguno de los sentidos, ni siquiera el del gusto en quien ha probado las fresas del bosque, las frambuesas silvestres, los arándanos, las moras, las avellanas, las nueces, las castañas, etc., según la temporada.”
David Le Breton, Elogio del caminar.