El hilo que une a esos años, lo supe siempre, fue la literatura. Toda experiencia personal, al fin y al cabo, confluía en ella. Durante muchos años la experiencia de viaja, leer y escribir se fundió en una sola. Los trenes, los barcos y el avión me permitieron descubrir mundos maravillosos o siniestros, todos sorprendentes. El viaje era la experiencia del mundo visible, la lectura, en cambio, me permitía realizar un viaje interior, cuyo itinerario no se reducía al espacio sino que me dejaba circular libremente a través de los tiempos. Leer significaba acompañar al señor Bloom por las tabernas de Dublín a principios de este siglo, a Fabrizio del Dongo por la Italia posnapoleónica, a Héctor y Aquiles por las plazas de Troya y los campamentos militares que durante años la circundaron. Y escribir significaba la posibilidad de embarcarse hacia una meta ignorada y lograr la fusión –debido a esa oscura e inescrutable alquimia de la que tanto se habla cuando se acerca uno al proceso de la creación- del mundo exterior y de aquel que subterráneamente nos habita.
SERGIO PITOL, EL ARTE DE LA FUGA