S. y yo nos asomamos a la mirilla y éramos como dos condenados al purgatorio atisbando el paraíso a través de un pequeñísimo orificio. Un par de militares sujetaban una enorme metralleta haciendo guardia junto a la mirilla, añadiendo a la escena un aire inconfundiblemente kafkiano. Hay que decir que el paraíso está extrañamente hecho a prueba de fotografías. Ignoro la razón por la que no aparece la cúpula de San Pedro al fondo de la hilera de setos. Puedo aseguraros que allí estaba. Visitamos el cementerio donde están enterrados Keats y Percy Shelley. Junto a la tumba de Keats había una pareja sentada en un banco. Tenían un libro abierto, probablemente del poeta. Aquello nos pareció la media aritmética de lo solemne y lo cursi. Algo que no gustaría de ningún modo a alguien que quiso que su nombre se escribiera en el agua. Queríamos llevarle flores a Keats, pero no un ramo cualquiera. S. se puso su vestido para visitar a Keats. S. se paseó con su vestido por todo el cementerio y le llevó sus flores a Keats y a Shelley y a Juan Rodolfo Wilcock,
que era amigo de Silvina Ocampo y de Bioy Casares y de Borges y de Pasolini (Wilcock es el Caifás de el Evangelio según San Mateo)
y a un montón de artistas e ingenieros y políticos que lo único que tenían en común era no ser católicos. Y hasta los gatos disfrutaron con las flores de S., que sabe mejor que nadie que "la poesía debería ser algo grande y discreto".