La poesía que creí escrita para mí

Por Agora


Ya no recuerdo cuando me encontré por primera vez con la poesía de Luis Alberto de Cuenca, aunque no fue mucho después de aquel inquieto y cambiante año de 1975, cuando cursaba estudios en el Instituto Zurbarán de Badajoz; pero sí recuerdo perfectamente cuando su poesía me atravesó como un rayo de luz, de tal forma que tuve que mirar una y otra vez el libro que estaba leyendo para cerciorarme de que no era “mío”, pues sentí la impresión de que aquellos versos los había escrito para que yo los leyese, más aún, que eran míos, que si yo fuese capaz de escribir poesía querría hacerlo así: fue el 20 de febrero de 2004.
El poema que primero removió los cimientos de toda la poesía que había leído hasta entonces fue "Sonja la Roja":

“Y, sobre todos, ella,
la que viene de lejos para velar tu sueño,
la que triunfa y se marcha,
Sonja la Roja, la rival de Conan.” Andando yo, como andaba, releyendo mi colección completa de Conan el Bárbaro, ese poema me pareció escrito para mí. Bastaron unas páginas más para ser recolectado- fruta madura que había estado demasiado tiempo perdida en el desierto- para la causa luisalbertiana: "DNA".

Nunca antes un poema me había dicho tanto. Me había hablado con tanta claridad, directamente, como si la vida misma me hablara, nunca antes vi escrito con tanta precisión lo que siempre quise decirle a una mujer:

“DNA o ADN, poco importa
si en castellano o en inglés: el caso
es que me muero por tus proteínas,
por tus aminoácidos, por todo
lo que fuiste una vez, cuando tus padres
vinieron de cenar algo achispados
y, después de tirar de la cadena,
hicieron una nueva con tu nombre,
con tus curvas y con tus fantasías.
Dame una foto de tu DNA
tamaño DNI, que me retuerzo
de ganas de mirarla a todas horas.” Cerré el libro y no volví a abrirlo hasta nueve días después. Me acuerdo perfectamente de ello, y eso que ahora mismo escribo de memoria. El ejemplar del que os hablo es una antología editada por Renacimiento, De amor y de amargura, edición de Diego Valverde Villena, sobre lo más granado de la poesía amorosa de De Cuenca. ¿Por qué nueve días después? Eso sí que no sé responderlo, pero regresé a la página 105, y cuando lo hice, me sorprendió que había dibujado una línea vertical a lo largo de toda ella, en verde, como si temiese olvidarlo. Releí DNA y ya no me detuve hasta el final, mientras en mi cabeza se había fraguado la idea de enviarle al autor de aquellos versos un ejemplar de mi novela La Maldición, pues un admirador de Sonja la Roja sabría apreciar mi tímida incursión en el mundo de la fantasía. En aquellos momentos, siendo como era Secretario de Estado de Cultura, era muy fácil hacerle llegar una carta, pero conseguí averiguar su dirección particular y sin dudarlo más, le remití un libro. ¿Qué esperaba yo? No sabría deciros, pero lo que nunca soñé es que pocas fechas después, muy pocas, recibiría una llamada en casa, mientras comíamos. El teléfono lo descolgó Toñy- la autora de alguna de las fotografías que acompañan este artículo- y, tras unos titubeos, me lo pasó diciendo que era Luis Alberto de Cuenca. ¡Aquello me enojó! Alguno de mis amigos conocían mi admiración por De Cuenca y me molestaba que me gastasen semejante broma. Pero no, en cuanto escuché quien me hablaba supe que no había trampa, que en efecto era él. ¿Qué queréis que os diga? Era como si me hubiese llamado Robert E. Howard, o Lovecraft, o Tolkien, así me sentí, y eso os debe dar una idea de su humanidad, de su generosidad hacia quienes conoce o le conocen. Desde entonces nuestra relación fue muy fluida, bien es cierto que sobre todo epistolar o telefónica- siempre responde a los mensajes, a los correos, siempre-, hasta que tuve el placer de conocerle en persona, aquí en Murcia, en la Universidad, en un evento presentado por Isabelle García Molina y donde Eloy Sánchez Rosillo describió con maestría la personalidad y la obra de quien nos ocupa. (Por cierto, tanto le agradó a Luis Alberto las palabras de Eloy, que se quedó con las notas manuscritas de éste). En el turno de firma de ejemplares, al final del acto, me presenté con varios volúmenes, entre ellos uno que despertó su interés- no sé si porque habitualmente no firmaba ninguno-. De Gilgames a Francisco Nieva, editado por otro buen amigo, Miguel Ángel de Rus. Lo mantuvo unos instantes en sus manos y pronunció una breve frase que me dio pie para recordarle que él mismo me lo había recomendado por carta. En ese momento nos presentamos, y desde entonces la amistad y el respeto que le profeso no ha hecho más que aumentar.

Insisto, junto a Robert E. Howard, a Lovecraft y a Tolkien, a nadie con más intensidad me apetecía conocer en esta vida, y a estos tres era ya imposible.
Después vino que leyera el manuscrito de mi novela El rey de las esfinges, que escribiese el prólogo, que coincidiésemos en otros eventos- en Molina de Segura, por ejemplo- hasta llegar a este ejemplar monográfico de Ágora-Papeles de Arte Gramático, pero eso es ya otra historia. Hay poetas que son imprescindibles en este momento de la historia, y hay personas que son necesarias en la insolidaria sociedad actual. Luis Alberto está en ambos casos. Francisco Javier Illán VivasFotografía Toñy Riquelme