Dempsey Rae (un impagable Kirk Douglas) es un vaquero errante absolutamente adaptado a la dura vida en el Oeste americano. Se gana la vida vendiendo su trabajo a ganaderos, sabe como hay que tratar al resto de los hombres, conoce cuando disparar y es tan sabio como para huir de un lugar en el que empieza a aparecer el alambre de espino: su experiencia le dicta que pronto surgirá allí la violencia, aunque es capaz de cambiar de idea cuando le posee el deseo de venganza.
Una vez expulsados los indios de las tierras de sus ancestros, el éxito económico de los colonos ha hecho que los ganados crezcan cada vez más y que surjan las disputas por los pastos. A falta de una autoridad clara, la iniciativa privada empieza a cercar terrenos para uso exclusivo de sus reses, algo que choca con la idea de libertad ideal que ha guiado el proceso de conquista del Oeste. El progreso consiste en poner trabas a esa libertad, en adquirir comodidades, como cuartos de baño modernos y en cuartear las praderas para asegurar que el propio ganado pueda alimentarse en invierno. He aquí el conflicto entre dos visiones del mundo: la romántica y tradicional, la de los espíritus aventureros, que necesitan buscarse la vida en comunión con la naturaleza y la moderna, que busca estabilidad, sedentarismo y crecimiento económico. La anarquía contra un capitalismo sin muchas regulaciones.
Pero es que además de su vocación ideológica, La pradera sin ley funciona como un western modélico, con un héroe desencantado, que se sabe destinado a convertirse en una reliquia en un mundo que progresa a pasos agigantados, un discípulo del héroe (William Campbell), destinado a equivocarse y a rectificar y, en suma, la descripción de una mitología reconocible que pronto habrá de transformarse en el germen de los Estados Unidos actuales. El alambre de espino, que protege al terrateniente y agrede al extraño, como expresión visible del sagrado derecho de propiedad, que va a ser la religión dominante a partir de ese momento.