Hace años recibí una llamada de una buena amiga, en aquel momento presidenta de una empresa de telefonía. Me preguntó si en mi grupo de la Universitat de Barcelona estaríamos interesados en hacer una investigación sobre comportamientos de consumo de los jóvenes de Barcelona durante los fines de semana. Fue la primera vez que caí en la cuenta de las enormes posibilidades que ofrecían las bases de datos que tienen las empresas que se relacionan directamente con los consumidores. Hoy esas posibilidades son utilizadas por empresas de nuestro entorno cotidiano: Amazon, Uber, Airbnb, eBay, Zipcar o Netflix. Muchas otras empresas de sectores tradicionales como la banca, los seguros, la salud o el retail se están sumando a esta forma de hacer negocios. En general, utilizan plataformas digitales que mediante algoritmos –una especie de gusanos matemáticos capaces de digerir millones de datos y encontrar relaciones entre ellos– pueden conocer casi todo sobre nuestras vidas, gustos y preferencias, casi mejor que nosotros mismos. A esas actividades las llamamos “economía digital”. El concepto, sin embargo, va más allá de lo que hacen esas empresas. Abarca un cambio cultural en la forma de relacionarse entre la gente para satisfacer necesidades cotidianas de forma directa. Incluye la llamada sharing economy (economía colaborativa), la gift economy (intercambio gratuito de bienes o servicios) o la barter economy (economía de trueque). Nada nuevo en la historia de la sociedad. Pero ahora potenciadas por las nuevas plataformas digitales. ¿Trae la economía digital una promesa de progreso social y realización personal o amenaza con precarizar nuestras vidas laborales y la explotación comercial de nuestra privacidad? La respuesta depende del tipo de profetas a los que uno preste atención. Los hay mesiánicos, y también apocalípticos. En todo caso, hay dos cuestiones de interés: ¿qué tipo de cambios trae este tipo de economía para las formas de trabajo, la cultura moral y la organización social? ¿Cómo reducir sus riesgos y potenciar sus beneficios?
la precariedad del empleo y la educación del futuro
Publicado el 05 abril 2017 por Marketingempresasciudades
ANTÓN COSTAS
05/04/2017 00:43 | Actualizado a 05/04/2017 04:24
Hace años recibí una llamada de una buena amiga, en aquel momento presidenta de una empresa de telefonía. Me preguntó si en mi grupo de la Universitat de Barcelona estaríamos interesados en hacer una investigación sobre comportamientos de consumo de los jóvenes de Barcelona durante los fines de semana. Fue la primera vez que caí en la cuenta de las enormes posibilidades que ofrecían las bases de datos que tienen las empresas que se relacionan directamente con los consumidores. Hoy esas posibilidades son utilizadas por empresas de nuestro entorno cotidiano: Amazon, Uber, Airbnb, eBay, Zipcar o Netflix. Muchas otras empresas de sectores tradicionales como la banca, los seguros, la salud o el retail se están sumando a esta forma de hacer negocios. En general, utilizan plataformas digitales que mediante algoritmos –una especie de gusanos matemáticos capaces de digerir millones de datos y encontrar relaciones entre ellos– pueden conocer casi todo sobre nuestras vidas, gustos y preferencias, casi mejor que nosotros mismos. A esas actividades las llamamos “economía digital”. El concepto, sin embargo, va más allá de lo que hacen esas empresas. Abarca un cambio cultural en la forma de relacionarse entre la gente para satisfacer necesidades cotidianas de forma directa. Incluye la llamada sharing economy (economía colaborativa), la gift economy (intercambio gratuito de bienes o servicios) o la barter economy (economía de trueque). Nada nuevo en la historia de la sociedad. Pero ahora potenciadas por las nuevas plataformas digitales. ¿Trae la economía digital una promesa de progreso social y realización personal o amenaza con precarizar nuestras vidas laborales y la explotación comercial de nuestra privacidad? La respuesta depende del tipo de profetas a los que uno preste atención. Los hay mesiánicos, y también apocalípticos. En todo caso, hay dos cuestiones de interés: ¿qué tipo de cambios trae este tipo de economía para las formas de trabajo, la cultura moral y la organización social? ¿Cómo reducir sus riesgos y potenciar sus beneficios?
(Getty)
La economía digital amenaza con cierta precarización laboral. La digitalización permite contratar más trabajadores freelance, ocasionales y autónomos, que no trabajan en locales de la empresa. Son empleos que exigen total disponibilidad de tiempo pero no aseguran el trabajo. Es el caso de Uber, cuyos conductores son autónomos, sin contrato laboral. Lo mismo hacen otras empresas. Los anglosajones le han dado ya un nombre a este tipo de economía basado en el trabajo ocasional y autónomo: gig economy. Algunos pronósticos señalan que para el 2020 un elevado porcentaje del empleo en nuestras sociedades será de este tipo.
¿Es bueno o malo este cambio? Sus defensores hablan de que permite a los trabajadores un mejor equilibrio entre vida laboral y personal, según las preferencias de cada cual. Es posible. Pero me temo que este argumento trata de hacer de la necesidad virtud. Según una información publicada este mismo lunes por The New York Times, Uber utiliza información extraída de sus propias aplicaciones para diseñar trucos psicológicos que presionen a sus conductores a trabajar en los lugares que le interesa a la empresa y un mayor número de horas. Esos mismos trucos psicológicos los utilizan la mayoría de las plataformas digitales para crear adicción y engancharnos a sus productos.
Algunos hablan de una nueva cultura del capitalismo digital. Cultura entendida no en sentido artístico, sino antropológico. Es decir, el tipo de valores y prácticas que necesitan las personas para vivir y prosperar en estas condiciones de inestabilidad y fragmentación. Es verdad que este nuevo capitalismo es una pequeña parte de la economía. Pero hay que reconocer que tiene una gran influencia cultural.
El reto es importante para el tipo de compromisos que necesita una sociedad para funcionar armoniosamente. La gig economy representa, por ejemplo, un desafío para el sistema de pensiones contributivas: los freelance no cotizan cada mes, pero los pensionistas sí que cobran cada mes. Es también un reto para el tipo de lealtad entre trabajadores y empresas que requiere un proyecto empresarial de largo plazo. O ¿qué clase de educación es necesaria para enfrentarse a trabajos de corta duración y demandas laborales cambiantes?
El desafío es enorme. Se trata de aprovechar los beneficios que este tipo de economía puede ofrecer a los consumidores (mejores servicios, mejores precios, etcétera), evitando los riesgos (invasión de la privacidad, nuevos monopolios, precarización de la vida, etcétera). Algunos países ya han comenzado a enfrentarse a algunas consecuencias (derecho al olvido, derecho de los trabajadores a desconectar, defensa de los derechos laborales, etcétera). El objetivo es que la economía digital no sea sinónimo de vidas precarias.
Hace años recibí una llamada de una buena amiga, en aquel momento presidenta de una empresa de telefonía. Me preguntó si en mi grupo de la Universitat de Barcelona estaríamos interesados en hacer una investigación sobre comportamientos de consumo de los jóvenes de Barcelona durante los fines de semana. Fue la primera vez que caí en la cuenta de las enormes posibilidades que ofrecían las bases de datos que tienen las empresas que se relacionan directamente con los consumidores. Hoy esas posibilidades son utilizadas por empresas de nuestro entorno cotidiano: Amazon, Uber, Airbnb, eBay, Zipcar o Netflix. Muchas otras empresas de sectores tradicionales como la banca, los seguros, la salud o el retail se están sumando a esta forma de hacer negocios. En general, utilizan plataformas digitales que mediante algoritmos –una especie de gusanos matemáticos capaces de digerir millones de datos y encontrar relaciones entre ellos– pueden conocer casi todo sobre nuestras vidas, gustos y preferencias, casi mejor que nosotros mismos. A esas actividades las llamamos “economía digital”. El concepto, sin embargo, va más allá de lo que hacen esas empresas. Abarca un cambio cultural en la forma de relacionarse entre la gente para satisfacer necesidades cotidianas de forma directa. Incluye la llamada sharing economy (economía colaborativa), la gift economy (intercambio gratuito de bienes o servicios) o la barter economy (economía de trueque). Nada nuevo en la historia de la sociedad. Pero ahora potenciadas por las nuevas plataformas digitales. ¿Trae la economía digital una promesa de progreso social y realización personal o amenaza con precarizar nuestras vidas laborales y la explotación comercial de nuestra privacidad? La respuesta depende del tipo de profetas a los que uno preste atención. Los hay mesiánicos, y también apocalípticos. En todo caso, hay dos cuestiones de interés: ¿qué tipo de cambios trae este tipo de economía para las formas de trabajo, la cultura moral y la organización social? ¿Cómo reducir sus riesgos y potenciar sus beneficios?