España es un país donde se consiente la mediocridad. Somos, en general, mediocres. Hemos de reconocerlo. No aspiramos a la máxima calidad y a la perfección cuando hacemos cualquier cosa.
Cuando solemos compararnos con Alemania debemos tener eso en cuenta: allí se denosta la mediocridad, cuando aquí la tenemos por todas partes, y ni siquiera nos damos cuenta.
La mediocridad nos explica muchas cosas; entre ellas la enorme precariedad laboral que padecemos. Quizás la mayor lacra de nuestra sociedad, y que es la causa de otras lacras sociales: los bajos salarios, la baja natalidad, la alta tasa de desempleo (sobre todo juvenil), las enormes desigualdades sociales...
Esa mediocridad se enraiza en nuestra educación y en nuestra cultura. Y crea un círculo vicioso del que no conseguimos salir.
Un ejemplo personal: El médico me ha recetado 12 sesiones de fisioterapia para solventar mis problemas de lumbalgia. He ido a un gabinete de fisioterapia de mi pueblo y lo que me están dando son sesiones semanales cortísimas y sin apenas resultados. Ni siquiera me preguntan qué opino, cómo estoy. Se trata de cubrir el expediente. Si fueran como deben ser, bastaría con la mitad de sesiones o menos.
Mi mutua, mi médica, como saben que la fisioterapia es mediocre, recetan el doble de sesiones de las necesarias, pero eso sí, pagan muy mal cada sesión y en consecuencia el centro paga mal a los profesionales y los pacientes recibimos un tratamiento mediocre. Mediocridad por todos lados.
Eso sí, el centro está a rebosar de gente. Sustituimos la calidad por la cantidad. Así la mediocridad se difumina mejor.
Lo dicho, somos un país mediocre atrapado en su mediocridad. En las antípodas de nuestros admirados alemanes o japoneses. No hay nadie que sea capaz de cambiar parar esa rueda.