La pregunta escrita en El Techo: ¿Duerme usted, señor Presidente?

Publicado el 29 abril 2010 por 500ejemplares

La editorial Monte Ávila celebró sus 40 años con la publicación de la antología de un patrimonio artístico nacional: El techo de la ballena. La publicación en principio se celebra y agradece; pero también se cuestionan ciertos descuidos editoriales, como la aparición de varias páginas en blanco en algunos ejemplares (que interrumpen la muestra poética de Juan Calzadilla y Francisco Pérez Perdomo), y la utilización de un papel burdo que afecta, sobre todo, la calidad de las ilustraciones de Dámaso Ogaz, Daniel González, Juan Calzadilla y Carlos Contramaestre. El techo de la ballena. Antología 1961-1969 (Caracas, 2008) abre su boca con el prólogo y notas de Juan Calzadilla, y complementa los textos con las imágenes y concepto gráfico de Daniel González, ambos pertenecientes al contestatario grupo de balleneros, junto a Caupolicán Ovalles, Efraín Hurtado, Adriano González León, Edmundo Aray, Dámaso Ogaz, Salvador Garmendia, Carlos Contramaestre, Rodolfo Izaguirre, Francisco Pérez Perdomo, entre otros. La antología está divida en los renglones que caracterizaron este movimiento venezolano de los años 60; la primera parte se ocupa de los manifiestos; le siguen los textos literarios; una tercera y cuarta parte se titulan Artes plásticas I y Artes plásticas II; para el final quedan los testimonios.

Dentro de cada renglón hay evidencias de cómo en Venezuela el panfleto y el trabajo artístico (peligrosas combinaciones que no muchas veces da resultados felices) se dieron cita un día y lograron buenos acuerdos, algunos más acertados que otros, pero en general acogidos por la predisposición política de la época. El vientre de la ballena acogió la ferocidad de la poesía de Caupolicán Ovalles, quien sin menoscabo de ironías y balines certeros se preguntó “¿Duerme usted, señor Presidente?”; esos versos podemos perfectamente solicitarlos en préstamo. Y hoy, más que nunca, hacer las preguntas de rigor:

Yo,

nacido en 1936,

pues tengo

veinticinco años,

pregunto

sin respaldo de Constitución

alguna:

¿en dónde está la mosca

que tanto hace

dormir

a El Presidente?

¿en dónde la alimentan? (…)

Yo, Poeta-Hostias,

de pocos billetes en el bolsillo,

de mucho corazón,

creo no equivocarme

y

pregunto:

¿Duerme usted?

¡Viejo señor!

¡Viejo electo!

¡Viejo Magnificiente Pontífice!(…)

Cansado de escribir necedades

durante once años,

buscando

no sé qué hermosas combinaciones

de frases y palabras,

ahora sólo quiero

tener una respuesta

a mis preguntas,

en el término de la distancia,

del Gran Imbécil

o de sus Hijos Putativos

o Putas.

Yo, descendiente de Achab

y ciudadano

que ama su ciudad

puedo preguntar,

tengo el derecho

por la Constitución

de mis actos y de mi fe

de hombre de mar,

tengo el derecho,

digo,

de preguntar

en dónde está el monstruo

que ocasiona

tanto dolor,

tanta humillación (…) (págs. 42-45).

Regados por el asfalto en bruto y aupados por el desencanto, Carlos Contramaestre nos brinda “El gas-plant saluda a la metrópoli” y “Cabimas-Zamuro”, de éste último poema, rabioso, subterráneo y oscuro, extraigo parte del descenso:

Yo viejo rescatador de tuberías muertas

hombre electrocutado en las profundidades

tengo todos los planos de las tuberías muertas

tengo todos los huesos de los ahogados(…)

Te regalo la ciudad con los huesos de mi padre (…)

Te regalo a Cabimas (págs. 53-54)

Mientras Contramaestre recorre el calor de las tuberías muertas, Juan Calzadilla recurre a “Los métodos necesarios” para buscar entre el amasijo citadino su salvación:“Las costumbres han hecho de mí/ un ser abominable/ impaciente, aguardo todo el día como un funcionario privado del sueño a quien se le obliga a permanecer amarrado/ eternamente a su silla” (pág. 65). En la voz ruda del primero y la angustiada del segundo se percibe un desasosiego, acallado por el ruido del taladro de un país petrolero en construcción. Ambos, el que desciende y el que se queda en la superficie, padecen la ciudad, les cuesta, les pesa, se les hace hastío: “Mis movimientos son tuyos, ciudad/ Me habitas cruelmente/ hostigas mi éxodo/ orientas mis pasos hacia los estados de postración/ Armas mi equilibrio con frágiles varas/ que el fuego alimenta” (Juan Calzadilla, “Legítima defensa”, pág. 74).

Los poemas de Francisco Pérez Perdomo son menos ubicables en calles y lugares concretos, su apuesta es más etérea, surrealista; sin embargo, Pérez Perdomo comparte con el resto de sus compañeros imágenes de torturas nocturnas, de derivas, de excrementos con furia que brincan hacia el exterior. Francisco Pérez Perdomo comparte, en el vientre de la ballena, el desasosiego ante el afuera:

Debo ser rigurosamente fiel a mis oscilaciones mentales. En consecuencia, mi ubicuidad no debe tenerse como una hazaña memorable. Es comprensible que un día, desde mi cuarto, dé un salto brusco y repentino a través del vacío de la ventana y me encuentre, al mismo tiempo, colgado de una hebra de mis cabellos (…) o flotando en una barca que se balancea simultáneamente a la deriva de todas las aguas. (“D1”, pág. 78).

Cuando Juan Calzadilla nombra a Edmundo Aray como el francotirador del grupo, lo hace a sabiendas del importante papel que como editor ocupó Aray en el cuerpo de la ballena. Según Calzadilla, Edmundo Aray se encargó de “empapelar la ciudad con ediciones tubulares”, y fue el agente principal en la creación de la revista Rocinante. Sin embargo, las balas de Aray fueron más allá de las ediciones, también se incrustaron en las letras; sus textos, poéticos y narrativos, están cargados de pólvora literaria y mordaz ironía contra el poder de la época. Avalan estas aseveraciones los títulos presentes en la antología: “Armas a tomar”, “Éramos tres, nadie más, sólo tres”, “Administración de personal” y “Todo está en regla”, de donde extraigo imágenes militares-circenses desgraciadamente tan actuales: “¡Amigos, cómplices y amigos! en la ciudad todo está en regla. Momento, catorce de abril, una sonrisa idiota y unas charreteras más idiotas aún. ¡Girón, Girón! en el triste pantalón de los sábados, en una plaza toda ella llena de arena y público”(pág. 89). El francotirador Edmundo Aray arremete nuevamente contra la clásica prepotencia y el acostumbrado abuso de poder miliciano, con el subversivo título “Armas a tomar”:

Hoy, día sábado,

jefes del Ejército,

jefes de miles y de cientos,

al segundo mes,

a las cabezas de sus casas,

valerosos hombres de armas a tomar,

con una carta del juez,

permiso para entrar,

allanaron el apartamento que arrendó mi mujer.

Cultiva armas explosivas,

dice el denuncio,

o el denunciante (…)

¡Ah! las pantaletas de mi mujer,

sus prendas, armas peligrosas(…) (págs. 93-94).

Los textos de Adriano González León, recogidos en la antología, están acompañados por las series fotográficas “Infracciones” y “El suicida”, de Daniel González, publicados bajo el titulo Asfalto-Infierno. En estos textos e imágenes, la ciudad es un lugar esquizoide, una bestia afilada, un espejo empañado de mugre, la promesa de la felicidad industrial. El transeúnte que la recorre afina el oído descreído y la mirada ponzoñosa; la ciudad le muerde los pies, lo arrastra entre luces y sonidos chirriantes, él apenas puede detenerse para reflexionar el pandemónium cotidiano:

(…) otra vez el asfalto infierno: costra que humea al sol, residuo de la primera industria del país, orgullo, potencia básica de la nacionalidad por donde brota el orden constructivo de la democracia y la elección mayoritaria de las urnas. Sublévese, desordénese usted (…) (“Asfalto-Infierno”, pág. 124).

Es una verdadera lástima que las ilustraciones de esta serie no tengan una óptima impresión; porque vale la pena apreciar, por ejemplo, las fotografías de los viejitos parados en las fachadas de las casas, de cuyas paredes cuelgan avisos de servicios sociales como: “Se aplican inyecciones y sueros. Se preparan cadáveres”, “Se venden vestidos para difuntas”, o el mordaz “Con prudencia se va lejos. El suicida”.

Dentro de la selección literaria, Dámaso Ogaz, Efraín Hurtado, Salvador Garmendia, Juan Antonio Vasco y Fernando Arrabal comparten los espacios con González León. El chileno Ogaz nos ofrece relatos extravagantes como “El huevo estéril”, la breve historia de una mujer loca y conmovedora que quería darle un hijo a su marido:

Su marido, que la amaba en forma especial y nada peligrosa, trabajaba en horarios nocturnos. Cuando en la madrugada veía asomar su cabeza calva, aquella cabeza que ella hubiera deseado se pareciera a la de Landrú, plegaba la piel de su cara y poníase a incubar su único huevo (…) Llegaron los años de madurez y el huevo estéril, putrefacto, yace todavía entre sus piernas inmóvil (págs. 132-133).

Dámaso Ogaz acompañó los relatos con sus propios dibujos que, para seguir en su onda extravagante, podría considerar porno-esqueléticos. Por otro lado, Hurtado y Garmendia son, junto a Pérez Perdomo, los “raros” dentro de la ballena, pues sus textos son mucho más intimistas, ubicados en espacios enconchados, donde los personajes dan rienda suelta a sus fijaciones y manías. El mejor ejemplo del caso es el del sujeto de los “Maniquíes”, de Salvador Garmendia, quien confiesa su debilidad por estos seres inanimados:

Una de esas manos tiesas se posa en mi hombro en este momento, y al volverme veo a uno de ellos con cara de molde, sus hombros rectos, su rígida pulcritud (…) Antes que pueda apartarme de él, sin disimular el desagrado que me produce su falsa pose de inocencia, intenta sonreír, se esfuerza terriblemente y consigue que sus labios soldados se resquebrajen en silencio, su pequeña frente se agriete como una cáscara de huevo (pág. 160).

En las “Ruinas” y “En los huecos”, Hurtado asoma a sus particulares personajes, poseídos por el temor del afuera: “Vivía oculto debajo de las camas, en habitaciones que el invierno ha enterrado” (“Ruinas, pág. 146); “Siento el polvo moverse en los escombros rodar por los rincones depositándose cuidadosamente sobre cajas y frascos que llenan toda la habitación” (“Ruinas”, págs. 148-149).

El argentino Juan Antonio Vasco se muestra descreído, y de forma radical aboga por “Nada de historias”: “Ninguna solemnidad ningún corcel ningún futuro ningún mapa ningún congreso de buscadores de piojos (…)” (pág. 171); mientras que el español Fernando Arrabal interviene con “Primera comunión”, un guión para obra de teatro, preciso y sutilmente irónico sobre las costumbres sociales y religiosas de Occidente.

Dentro del penúltimo cuerpo de la ballena se encuentran las artes plásticas, quizás el trabajo más vistoso, el que más ruido hizo en el acontecer artístico de la época. Los ya nombrados Daniel González, Juan Calzadilla y Carlos Contramaestre se unen a Alberto Brandt, Fernando Irazábal y Jacobo Borges en potentes exposiciones que mostraban, en plástica, el combustible asfáltico, la furia de los huesos que irrumpen hacia afuera, el chorro fulminante de la ballena. La impactante y recordada exposición “Homenaje a la necrofilia”, de Contramaestre, viene acompañada de los textos colectivos que se hicieron en su momento. Trabajos que se recogen en el apartado final de los testimonios. Imperdible la réplica titulada “Contra el arpón. El mordisco de la ballena”, defensa que escribe Edmundo Aray como respuesta a una anterior publicación periodística de Sanoja Hernández, en la que éste criticaba los postulados y el accionar ballenero. Aray toma la defensa del grupo y asume que El techo de la ballena irrumpe para “insuflar vitalidad al plácido ambiente que se llama la cultura nacional”. En el mismo tono, se inscriben el resto de los escritos, especialmente los de Adriano González León.

De toda esta revuelta cultural y política hace más de cuarenta años; buena parte de los habitantes de la ballena han muerto, otros siguen vivos y en otras militancias, algunos mantienen bajo perfil. El país de asfalto y miseria se ha radicalizado, y ahora más que nunca son necesarias las preguntas de Caupolicán Ovalles. Las viejas banderas de izquierda han dejado en el aire un enrarecido y magro sabor a injusticia y fracaso; las nuevas generaciones leemos los postulados balleneros con el descreimiento y el desencanto con los que crecimos.

Por terceros me enteré de que en el bautizo del libro, realizado en Caracas, se presentó un conocido político que siempre ha estado amparado en el poder e insiste en manifestarse como un hombre crítico. Me cuentan que él, que hasta llegó a ser Vicepresidente de la República, se acercó al micrófono y dijo considerarse “un ballenero más”. Los aplausos de los aduladores no se hicieron esperar. Y debajo del asfalto, bajo tierra, crujieron los huesos de la ballena. Hay quienes continúan aplaudiendo; mientras tanto, las páginas que la desidia editorial o el fortuito azar dejaron en blanco siguen esperando: pacientes, nada rencorosas, en silencio, habitando el vientre de la ballena; aún hay tiempo para ahogarse en ellas, aún cuando esto sea una forma de renuncia. Quizás quede un poco de tiempo para quienes están “esperando salvación”.

Carolina Lozada

Ilustración: Portada de uno de los Rayados de La Ballena.