Me imagino que todo esto le está ocurriendo a otro, porque de alguna manera es así, estoy dentro de lo que está sucediendo pero también fuera, quisiera desaparecer pero también no desaparecer. Ya no me apetece encerrarme en el armario porque ahora es un armario cerrado, pero también abierto, ya de nada vale esconderse en casa, puedo lloriquear y sonarme la nariz con el mantel, con las servilletas, con el pijama, con las cortinas del salón. Todo está viejo, todo huele a armario viejo. Abierto de par en par y simultáneamente cerrado a cal y canto. Puedo hacer cualquier cosa y no quiero hacer nada, lo único que quiero es estar como estaba antes. Hundo la nariz en el último pedazo de un rollo de papel de cocina. Me hago un bocadillo de nocilla. La botella de leche está vacía. Bebo agua del grifo, que sabe a cloro.
En invierno, los días son más cortos, pero a mí hoy me parece todo infinito, un larguísimo e incomprensible infinito.
Cada cierto tiempo se publica una nueva novela narrada desde una perspectiva infantil, un punto de vista que suele emocionar a los lectores y dejar huella en ellos, no en vano algunos han sido auténticos éxitos de ventas: Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea, El niño con el pijama de rayas o Las cenizas de Ángela, por ejemplo. Sin embargo, no todos estos libros son iguales. Muchos optan por dar protagonismo a la trama, las aventuras del niño; mientras que otros se proponen un reto todavía más complicado: ahondar en el interior del muchacho, en sus recuerdos y sus pensamientos. Esto último es lo que hace la italiana Marina Mander (Trieste, 1962) en su debut novelístico, La primera mentira, en la que recrea la voz de un niño que un día encuentra el cuerpo sin vida de su madre en la cama. La autora, que trabaja como comunicadora para diversos medios y había publicado previamente algunos relatos, ha sido comparada con Jonathan Safran Foer y será traducida a más de cinco idiomas.
Marina Mander.