La princesa dägmar y el palacio de hielo

Por Orlando Tunnermann


Los extensos valles de Svarnya, otrora ubérrimos y esmeraldinos, aparecían ultrajados y heridos de muerte con la caricia gélida de la escarcha y el hielo que coronaban la majestuosa Colina de las Sirenas Dormidas.
La princesa Dägmar y sus huestes abominables habían causado estragos entre las tropas invencibles del reino de Ignia, y ahora extendían su pútrido manto de matanza por todo el valle de Svarnya.
“Los Apátridas”, unos mercenarios sin escrúpulos cuya mayor motivación trascendental era el tintineo de unas áureas monedas, habían regresado ateridos de frío, moribundos, aterrados y agradecidos a la diosa Yvernia por permitirles sobrevivir al azote de las endemoniadas tempestades y celliscas que dejaban baldíos los terrenos que circundaban la colina de las Sirenas Dormidas.
Entre temblores insoportables, los heraldos narraron cómo la princesa Dägmar había erigido sobre la cumbre su soberbio palacio de hielo. Era una flagrante muestra de arrogancia y desafío beligerante sin precedentes en aquellas tierras bucólicas de mansedumbre inquebrantable.
El liviano telón de esa realidad permeable ahora se había ajado y resquebrajado, mostrando unas fisuras pavorosas que sólo se cerrarían con la sangre de los inocentes. El pusilánime y sibarita rey Iacob I se atusó su elegante perilla dorada y caviló acerca de las terribles consecuencias que tendría para su pueblo la osadía de enviar a una muerte segura a sus soldados.
Svarnya quedaría indefensa. La ambiciosa princesa establecería su hegemonía absolutista y proclamaría la autocracia.
Se decía que por sus venas fluía un torrente sanguíneo lechoso y albo, cuya temperatura era inferior a los 80º -C.
Se decía que poseía la capacidad de transformar los océanos en glaciares, y que su tacto era letal. Los Apátridas hablaban de una mujer de una belleza espectacular, de larguísima cabellera blanca y esbelta figura escultural. Sus ojos centelleaban en un mar de retinas azules y su piel reluciente, casi cristalina, tenía la tonalidad de los copos de nieve en Enero.
Sus labios era de plata, gélidos, lívidos. Hablaban los apátridas de una guerrera de faz aniñada y protervia mefistofélica. Era una mujer tan hermosa como alta y estilizada. Jamás se separaba de su aterradora espada dentada, con empuñadura de diamantes y runas de un alfabeto desconocido. La princesa Dägmar la había llamado Galatea.
Los Apátridas habían expuesto sus vidas durante cuatro largos días con el fin de traerle noticias al rey. Una semana después perecían de pulmonía. Esa fue la versión oficial que el rey Iacob I consideró más adecuada para difundir entre el vulgo. Los curanderos de Svarnya nunca habían visto nada parecido en toda su vida…
Las venas y arterias de los fallecidos habían reventado, convertidas en finísimas láminas de vidrio y hielo.
En la época más aciaga que se había conocido en el reino de Svarnya, las sibilas profetizaban ya el fin de todos los tiempos, una noche de tormenta infernal la princesa Dägmar partió en su carabela a la conquista del reino de Hidrya, allende los mares…
Se decía que la espesa bruma que cabalgaba sobre las olas endiabladas aquella terrible noche la engulló en su seno, como condena por toda la maldad que había diseminado sobre la faz de la Tierra.
El rey Iacob I no la volvió a ver nunca más, pero todavía, durante algunas noches de tormenta, oraba a los dioses para que el mar no la trajese de regreso. El rey bendijo a la bruma que se había llevado al más despiadado adversario que había conocido la humanidad desde el principio de todos los tiempos…
LA PRINCESA DÄGMAR Y EL PALACIO DE HIELO.