Aunque para culebrones los que estamos viviendo en casa tigre desde que nos cerraron las vacaciones en las narices. Estamos inmersos en una suerte de experimento sociológico en el que vamos variando las constelaciones de convivencia familiar como si de un reality cualquiera se tratara.
El primer reto de convivencia extrema nos los brindaron los suegros tigre al amputarnos a las tres mayores durante los seis días más atípicos de mi vida contemporánea. Sin tiempo siquiera para deshacer las maletas, nos quedamos solos con La Cuarta y su dislexia emocional. Digo dislexia por decir no algo mucho peor que pueda volverse contra mí cuando se siente en el diván del psicoanalista a los veintidós.
Verán, seis días con sus seis noches de tú a tú me ha costado dar con el calificativo justo para esta hija mía que luce el dorsal número cuatro. La Cuarta nos ha salido castigadora. E incansable. A ella no le bastaría con la trilogía de las sombras aquellas. Ella el látigo lo blande sin descanso, de día y de noche, lo mismo para bajar las escaleras que para dejarse lavar los dientes. Su estrategia, todavía algo tosca, es simple. Da igual lo que le preguntes, le digas o le ofrezcas, su respuesta, rotunda como su culete prieto, es NO. En mayúsculas, firmado con unos morros fruncidos como sólo ella sabe.
Cuando, ante su negativas reiteradas, desistes en tu intento por ayudarle a bajar las escaleras, se apodera de ella una indignación supina. Soliviantada se lleva las manos a la cabeza, se deja caer contra las paredes con una desesperación jamás vista en el muro de las lamentaciones y se desgañita con un desgarro rayando en el cante jondo.
Tú que estás entregada cual madre primeriza de tu hija única, vuelves a subir y le tiendes por quincuagésima vez una mano amiga. A lo que ella responde con un rotundo NO y los subsiguientes morros. Y así las veces que haga falta hasta que tú te quites la careta de madre paciente y descansada. En todos estos días sólo hemos encontrado un escollo es su determinación dominadora: el pañal.
He de reconocer que, desde que se nos acumulan las niñas, nuestras rutinas de higiene fecal dejan mucho que desear. En esta casa los pañales se cambian cuando no queda más remedio. Ni un minuto antes. Como será la cosa que este verano se tomó la justicia por su mano, se quitó el pañal sucio, lo tiró en la basura y se me plantó delante desnuda, con el pañal limpio en la mano y una cara de más fácil no te lo puedo poner hermosa.
Estos días de veladas románticas de a tres, me propuse firmemente concederle por lo menos el privilegio de un escroto limpio. No han visto a nadie correr más rápido y despatarrarse en el cambiador con más facilidad que a esta pobre cuando cual la madre solícita que nunca he sido se ofrecía a cambiarle el pañal hediondo.
La verdad es que nos ha venido bien la escapada romática. Nos hemos reído muchísimo, la he peinado con raya y la he llevado en brazos, mecido y columpiado sin descanso. Pero qué quieren que les diga, al final, tanto ella como yo estábamos deseando que volvieran las demás para volvernos locas con su alboroto, sus peleas y sus majaderías.