La prisionera

Por Ninyovampiro @ninyovampiro

La quiero. No la quiero. La quiero. No la quiero... No la quiero.
De esta original guisa deshoja Marcel (llamémosle así) la margarita en La prisionera, y como a estas alturas ya nos hemos aprendido de memoria los títulos de los siete volúmenes, sospechamos que en el siguiente, La fugitiva (antaño Albertina desaparecida), esos pétalos llevarán escrito "la quise. No la quise". Pero cada cosa a su tiempo.
Sodoma y Gomorra concluía con un supuesto cliffhanger, que es como llaman los ingleses a las escenas finales llenas de suspense que nos mantienen en ascuas hasta el siguiente episodio. Ya sabéis, el héroe colgando sobre un foso lleno de crocodrilos y atado a una cuerda que se rompe por segundos. Es difícil imaginar a nuestro héroe en semejante trance, pero no cabe duda de que aquel "tengo que casarme con Albertina" tenía como objetivo dar un poco de aliento al lector que mira con recelo los tres volúmenes que le quedan y que a su vez lo contemplan a él desde la estantería, quietos, muditos, sin la menor apariencia de ocultar en su interior pasiones más turbulentas ni aventuras más trepidantes que las que ha vivido hasta ese momento en las fiestas de la duquesa de Guermantes. Esa frase, cuando menos, augura al lector un tenue hilo argumental y la declaración de intenciones, por parte del autor, de que va a pasar algo.
Y así, desde el primer momento nos encontramos con Albertina viviendo en la misma casa que el narrador y oculta a los ojos del mundo.
Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda la carne a la que los sufrimientos que por ella hemos padecido han acabado de conferirle una especie de dulzura moral...

Fotograma de la adaptación que la televisión francesa hizo de la obra
Un comienzo feliz, casi idílico, e irremediablemente encaminado a un triste desenlace, es lo que quizá se diría ante estas palabras un lector poco avisado (no sé si yo seré avisado, pero ya empiezo a conocer a Proust). Pues bien, nada más lejos de la realidad. Desde el primer momento, la convivencia de Albertina con nuestro héroe, el mismo que dijo "tengo que casarme", no es para éste fuente de felicidad ni tiene nada de idilio. Podría pensarse que el leit motif de este volumen es, pues, la sencilla idea, ya mencionada, al respecto del deseo y la decepción y que podría resumirse en "sólo amamos aquello que está fuera de nuestro alcance". Ved si no lo que nuestro a ratos oblomoviano narrador tiene que decir al respecto de Albertina.
Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiempo que quería, pues había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que, por la incómoda posición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo, casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente indiferente a la estancia de Albertina en nuestra casa. El estar separada de sus amigas conseguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al cabo aquella calma que me procuraba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero estas alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario, cuando Albertina no estaba conmigo. 
Y si eso es lo que dice en la página once, fijaos, después de tantas vueltas, lo que dice en la 474.
A decir verdad, incluso cuando comenzaba a mirar a Albertina como un ángel músico maravillosamente patinado y que me felicitaba de poseer, no tardaba en volver a serme indiferente; en seguida me aburría a su lado, pero esto duraba poco: sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no poseemos, y en seguida volvía a darme cuenta de que no poseía a Albertina. 
No obstante, voy a atreverme a contradecir al narrador y a sugerir que quizá sería más preciso modificar dicho leit motif y enunciarlo como "sólo creemos amar aquello que tememos perder". Las sospechas que el narrador alberga sobre la fidelidad de Albertina, y más aún, sobre sus tendencias gomorrianas, despiertan en él unos celos paranoicos que lo llevan a confiar en Andrea para que, de manera tácita, vigile a Albertina y le informe a él de sus idas y venidas. Albertina, pues, tiene relativa libertad para entrar y salir, siempre que sus salidas cuenten con el visto bueno del narrador. De ahí el título de este volumen, La prisionera. Pero ¡aaamigo! Los títulos los carga el diablo. Piensas que has dado con uno perfecto, que revela lo justo sin llegar a desvelar nada ni confundir a nadie, y, cuando menos te lo esperas, te encuentras con que la historia se te ha ido de las manos, te ha cogido ese título y te lo ha puesto del revés... Naturalmente, es una forma de hablar. A Proust no se le va nada de las manos, pero sí me atrevo a afirmar que el verdadero título de este volumen es El prisionero.
De esto, precisamente de esto, me privaba la presencia de Albertina, mi vida con Albertina. ¿Me privaba de esto? ¿No debía pensar, por el contrario, que me regalaba esto? Si Albertina no viviera conmigo, si fuera libre, imaginaría, y con razón, a todas aquellas mujeres como objetos posibles, como objetos probables de su deseo, de su placer. Me parecerían como esas bailarinas que, en una danza diabólica, representando las Tentaciones para un ser, lanzan sus flechas al corazón de otro. Las modistillas, las muchachitas, ¡cómo las odiaría! Objeto de horror, quedarían excluidas para mí de la belleza del universo. Esclavo de Albertina, no sufriendo por ellas, las restituía a la belleza del mundo.

El sembrador, de Millet
Llegados hasta aquí, cinco volúmenes, casi dos mil páginas, el lector siente la tentación de empezar a recoger lo que ha sembrado con su lectura. O lo que la lectura ha sembrado en él. Y así, algunas ideas en las que Proust ha ido haciendo hincapié, empezamos a reconocerlas como centrales en la obra. Una de estas ideas es, evidentemente, la imposibilidad del conocimiento del otro. De hecho, Proust es aún más radical, pues, según él (o según como yo lo entiendo a él) dicha imposibilidad no se debe en absoluto a la impenetrabilidad del ser humano, sino a la inexpugnabilidad del muro que nos encierra a cada uno de nosotros. Cada persona es un mundo, lo sabemos. Pues bien, si te gusta la aventura y la exploración, podrás descubrir rincones inhóspitos del tuyo. Pero nunca lograrás ir más allá de tu cuerpo, tu mente, tu persona.
Sabemos, en consecuencia, que los intentos del narrador por saber y evitar, saber qué quiere hacer Albertina y evitarlo, saber qué hizo y ... ¿evitarlo? están condenados a la paradoja: si llegar, siquiera llegar a otra persona está fuera de nuestro alcance, ¿podemos al menos adueñarnos de ella? La consecuencia de este absurdo es casi lógica: al intentar adueñarse de un alma ajena, el narrador acaba siendo prisionero de sí mismo
Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen
Sigamos con la recolección. La siguiente idea se sembró hace algunos cientos de páginas, y aunque no madurará del todo hasta La fugitiva, aquí, cuales brevas, tenemos un anticipo. Hablamos de la multiplicidad de cada persona. Como dijo el filósofo, nadie puede bañarse dos veces en la memoria de Proust, pues ésta ya no es la misma, ni tampoco nosotros somos la misma persona que un día fuimos.
Cada vez, una muchacha se parece tan poco a lo que era la vez anterior (haciendo añicos en cuanto la divisamos el recuerdo que conservábamos y el deseo que nos proponíamos) que la estabilidad de naturaleza que le atribuimos es sólo ficticia y por comodidad de lenguaje. Nos han dicho que una linda muchacha es tierna, cariñosa, plena de los más delicados sentimientos. Nuestra imaginación lo cree sin más, y cuando la vemos por primera vez, bajo la corona rizada de su cabello rubio, del disco de su cara rosada, casi nos da miedo de que esa hermana demasiado virtuosa, al enfriarnos por su virtud misma, no pueda nunca ser para nosotros la amante que hemos deseado. Al menos, ¡cuántas confidencias le hacemos en el primer momento, creyendo en esa nobleza de corazón, cuántos proyectos convenimos los dos! A los pocos días nos pesa habernos confiado tanto, pues la muchachita de mejillas color rosa nos dice cosas propias de una lúbrica Furia. 
Como vemos, estamos ante una cruel paradoja del deseo, a saber, que trastorna hasta tal punto nuestra memoria que el logro de lo anhelado siempre constituirá una decepción.
¿No era, en efecto (...), la muchacha que vi la primera vez en Balbec, bajo su polo plano, con sus ojos insistentes y alegres, desconocida todavía, delgada como una silueta perfilada sobre la solas? Estas efigies que se conservan intactas en la memoria, cuando las encontramos de nuevo, nos asombra su desemejanza con el ser que conocemos; nos damos cuenta del trabajo de moldeo que el hábito realiza cotidianamente. En el encanto que Albertina tenía en París junto a la chimenea, vivía aún el deseo que me había inspirado el cortejo insolente y florido que se extendiera antes a lo largo de la playa, y así como Raquel conservaba para Saint-Loup, incluso después de dejarla, el prestigio de la vida de teatro, en esta Albertina enclaustrada en mi casa, lejos de Balbec, de donde yo la había arrancado precipitadamente, subsistían la emoción, la preocupación social, la vanidad inquieta, los deseos errantes de la vida de las playas. 

Varios rostros de Benozzo Gozzoli
Y por si no os ha quedado claro:
Pues los seres, incluso aquellos con los que hemos soñado tanto que nos parecían una imagen, una figura de Benozzo Gozzoli que se destaca sobre un fondo verdoso, y cuyas variaciones estábamos dispuestos a  creer que se debían únicamente al punto en que estábamos situados para mirarlas, a la distancia que nos separaba de ellas, esos seres, a la vez que cambian en relación a nosotros, cambian también en sí mismos; una figura que antes fuera sólo un perfil sobre el mar era más rica ahora, más sólida, más acusado su volumen. 
El recuerdo embellece su objeto, también en la memoria del lector. Por ello, mientras seguimos saboreando a cucharaditas esta obra (que algunos se jactan de devorar), a veces nos dejamos llevar por la nostalgia y recordamos con cierta añoranza los dos primeros volúmenes, donde parecía más fácil oír a Proust llamarnos por nuestro nombre. No obstante, creo que el primer tercio de La prisionera nos brinda una prosa quizá tan perfecta como aquélla, donde cada frase se pelea con la siguiente por aparecer citada en este blog. Qué decir, por ejemplo, de la descripción que hace el narrador del sueño de Albertina, descripción que se extiende a lo largo de cinco páginas, y que comienza tal que así:
Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina se había desprendido, uno tras otro, de aquellos diferentes caracteres de humanidad que me decepcionaron e día mismo en que la conocí. Ya no quedaba en ella más que la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles, vida más diferente de la mía, más ajena y que, sin embargo, me pertenecía más. Ya no se escapaba su yo a cada momento, como cuando hablábamos, por las puertas del pensamiento inconfesado y de la mirada.


Al acercarnos a otro árbol, vemos otra idea central de La recherche, ésta sí, bien madura. Hemos hablado de la multiplicidad de la persona a lo largo del tiempo y en relación al recuerdo. Bien, puede que una persona sea múltiple, y que podamos quitarle sus sucesivas capas cual a una cebolla. Pero el amor, ¡ah!, el amor es Uno. Además, es más generoso de nuestra parte subrayar la unicidad del amor en lugar del cinismo del narrador.
Me desnudaba, me acostaba y, sentada Albertina en una esquina de la cama, reanudábamos nuestra partida o nuestra conversación interrumpida por los besos; y en el deseo, lo único que nos hace encontrar interés en la existencia y en el carácter de otra persona, si, en compensación, vamos abandonando a los diferentes seres sucesivamente amados, permanecemos tan fieles a nuestra naturaleza que una vez, viendo en el espejo, mientras besaba a Albertina llamándola "niñita mía", la expresión triste y apasionada de mi propio rostro, semejante a lo que fuera en otro tiempo cerca de Gilberta, de la que ya no me acordaba, a lo que sería quizá después junto a otra si alguna vez llegara a olvidar a Albertina, me hizo pensar que por encima de las consideraciones de persona (decidiendo el instinto que consideremos a la actual como única verdadera) estaba yo cumpliendo los deberes de una devoción ardiente y dolorosa consagrada como una ofrenda a la juventud y a la belleza de la mujer. 
Recogido este fruto, creemos ver uno un tanto más difícil de encontrar, pero que sabemos que está ahí, puesto que donde crece la multiplicidad de la persona, la transmigración de las almas no puede andar muy lejos. Vale la pena buscar bien, es una trufa blanca de la prosa.
Cuando hemos pasado de cierta edad, el niño que fuimos y el alma de los muertos de los que salimos vienen a echarnos a puñados sus bienes y sus desventuras, queriendo cooperar en los nuevos sentimientos que experimentamos y en los cuales nosotros, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original. 
Sabroso, ¿no? Deleitaos un poquito más.
Como todos debemos continuar en nosotros la vida de los nuestros, sin duda el hombre ponderado y burlón que no existía en mí al principio se había incorporado al hombre sensible, y era natural que así fuera, porque así habían sido mis padres. Por otra parte, al formarse este nuevo ser, encontraba su lenguaje ya preparado en el recuerdo del otro, irónico y reparón, con que me habían hablado, en el que ahora hablaba yo a los demás, y que salía de mi boca con toda naturalidad, bien porque yo lo evocase por mimetismo y asociación de recuerdos, o porque también las delicadas y misteriosas incrustaciones del poder genésico hubiesen dibujado en mí, sin intervención mía, como en la hoja de una planta, las mismas entonaciones, los mismos gestos, las mismas actitudes que habían tenido los que me dieron vida. 

Pigmalión y Galatea, de Laurent Pecheux
Sabedor de que, debido a su naturaleza solipsista, el otro, en este caso Albertina, es y será inaccesible, e intuyendo como consecuencia que nunca conseguiremos adueñarnos de su alma, el narrador, al que ahora imaginamos sosteniendo un cubo de Rubik, intenta vencer la paradoja con un cambio de estrategia, de armamento y hasta de objetivo: Albertina es parte de él, es su obra. Nos dice Pigmalión Proust:
 Me contestó con palabras que me demostraban cómo se habían desarrollado de pronto en ella, desde Balbec, una inteligencia y un gusto latente, palabras que ella decía debidas únicamente a mi influencia, a la constante cohabitación conmigo, palabras que, sin embargo, yo no habría dicho jamás, como si algún desconocido me hubiera prohibido usar nunca en la conversación formas literarias. (...) Y a pesar de todo me con movió, pues pensaba: cierto que yo no hablaría como ella, pero, por otra parte, ella no hablaría así sin mí, ha recibido profundamente mi influencia, de modo que no puede no amarme: es mi obra. 
¿Victoria o derrota? La posesión del ser deseado deja de ser imposible y pasa a ser inevitable. 
Por otra parte, si queremos reducir a una fórmula la ley de nuestras curiosidades amorosas, tendríamos que buscarla en la máxima diferencia entre una mujer vista y una mujer tocada, acariciada. (...) Una prostituta nos sonríe ya en la calle lo mismo que nos sonreirá dentro de la casa. Somos escultores. Queremos sacar de una mujer una estatua completamente diferente de la que ella nos ha presentado. Hemos visto una muchacha indiferente, insolente a la orilla del mar, hemos visto una vendedora seria y activa en su mostrador que nos responderá siempre secamente aunque sólo sea para que no se burlen de ella sus compañeras, una verdulera que apenas nos contesta. Bueno, pues inmediatamente queremos experimentar si la orgullosa muchacha de la orilla del mar, si la vendedora encastillada en el que dirán, si la distraída verdulera no llegarán, como resultado de nuestros manejos, a ceder en su actitud rectilínea, a rodear nuestro cuello con aquellos brazos que llevaban la fruta,  a inclinar sobre nuestra boca, con una sonrisa  consentidora, unos ojos hasta entonces fríos o distraídos. 
Huelga decir que, cuando reducimos nuestras curiosidades amorosas a una fórmula y jugamos a sacar de cada mujer una estatua diferente de la que hemos visto, el fruto recogido tendrá el amargo sabor del cinismo, al que, en todo caso, también nos habría conducido la unicidad del amor.
A decir verdad, yo había llegado con Albertina a ese momento en que (si todo continúa lo mismo, si las cosas ocurren normalmente) una mujer ya no nos sirve más que de transición hacia otra mujer. Todavía está en nuestro corazón, pero muy poco; tenemos prisa de ir todas las noches en pos de desconocidas, y sobre todo de desconocidas conocidas de ella que podrían contarnos su vida. Y es que ya hemos poseído, ya hemos agotado todo lo que ella ha querido entregarnos de sí misma. Su vida es también ella misma, pero precisamente la parte que no conocemos, las cosas sobre las que la hemos interrogado en vano y que sólo de labios nuevos podremos recoger. 
Una de las escenas más recordadas de este volumen tiene como protagonista al escritor Bergotte. O quizá sería más preciso decir a un pedazo de lienzo amarillo. A las puertas de la muerte, y a raíz de un artículo leído en un periódico, Bergotte siente la imperiosa necesidad de volver uno de sus cuadros favoritos, Vista de Delft, de Vermeer (que Proust escribe Ver Meer). Se trata de esa urgencia casi física que se apodera de nosotros en los momentos más cruciales de nuestra vida, como la que asalta al moribundo que, mientras agoniza, se tortura intentando recordar si cerró la puerta de casa con llave, o la mujer embarazada que, a punto de dar a luz, se sube a una escalera y se pone a pintar la cocina.
Un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (...), cuadro que Bergotte adoraba y creía conocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Bergotte no recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas patatas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. "Así debiera haber escrito yo -se decía... 

Vista de Delft, de Vermeer

La escena en cuestión maravilla por lo que tiene de enigmático, y porque intuimos que, oculta tras el enigma, la escena revela una absoluta sencillez. Si miráis el lienzo en cuestión, entenderéis lo que digo. En todo caso, uno no puede evitar preguntarse si por la boca de Bergotte el que habla no será nuestro autor, quien, llegado este punto, con los pulmones cayéndosele a pedazos y tras pasar incontables noches en vela dedicado a su obra, no desearía haber escrito algo tan sencillo y perfecto como ese trozo de pared amarilla.
Llegamos al final de nuestro pequeño huerto y me doy cuenta de que me he olvidado por completo de aquella hilera donde colgaban los formidables retratos del barón de Charlus y de Morel, quienes, a modo de un Augusto y un Cariblanco, han amenizado este volumen, actuando como contrapunto al foco intelectual del narrador. El primero de ellos es -creo que ya lo dije en la entrada anterior- una creación inolvidable y, posiblemente, uno de los mejores retratos que podemos encontrar en la literatura. Ese Charlus que, al principio de Sodoma y Gomorra, se nos revelaba como un impenitente sodomita, ha ido perdiendo con los años el miedo al qué dirán y todo atisbo de prudencia, para convertirse en una caricatura de carne y hueso, valga la contradicción.
Además, no era sólo en las mejillas colgantes de aquella cara pintada, en el pecho tetudo, en la grupa saliente de aquel cuerpo descuidado e invadido por el opulento abdomen donde sobrenadaba ahora, extendido como el aceite, el vicio que monsieur de Charlus guardara antes tan íntimamente en lo más secreto de sí mismo. Ahora se desbordaba en sus palabras. 
Y esta pequeña descripción es sólo una pequeña muestra. Porque hay más, muchísimo más. El huerto de Proust es inagotable.
Didier Sandré como Charlus
¿Qué esculturas, qué cuadros largamente perseguidos, poseídos al fin, o incluso, en el mejor de los casos, contemplados con desinterés, me hubieran dado acceso -como la pequeña herida que cicatrizaba bastante rápidamente, pero que la torpeza inconsciente de Albertina, de personas indiferentes o de mis propios pensamientos no tardan en abrir de nuevo- a aquel salirse fuera de sí mismo, a aquel camino de comunicación privado, pero que da a la carretera general donde acontece lo que no conocemos hasta el día que lo sufrimos: la vida de los demás?