Si hay un momento apropiado para recordar a seres queridos que ya no están entre nosotros, probablemente todos aludamos, en España, a este puente de Todos los Santos, siempre acompañado por el, en antaño, íntimo y familiar Día de Difuntos. Hoy, ambas fechas quedan subyugadas por el más festivo y banal Halloween. La tradición hispana y la anglosajona conviven desde hace ya varios lustros encontrando cierto equilibrio entre el recuerdo triste y la máscara de terror.
Y, como la historia del fútbol comienza a ser realmente vasta, a poco que indaguemos, encontramos en su anecdotario el ejemplo perfecto para reunir a un grupo de niños, sentarlos en círculo alrededor de una hoguera, acurrucados en el claro de un bosque en una noche cerrada y, con voz de barítono desgarrada, comenzar un relato...
"Corría el año de 1954, el Mundial de Suiza. Las amenazantes nubes grises habían terminado por desatar su feroz furia contra el gentío agolpado en las gradas. Su algarabía no escondía del todo el crujir de los cimientos del Stade Olympique de La Pontaise, en Lausana.
Aquellos ojos inocentes eran la primera vez que asistían a un evento tan magnífico. Apenas notaba el agua recorriendo sus mejillas porque la emoción había apresado a cualquiera del resto del espectro de sensaciones que un niño de 12 años pudiera vivir tan cerca de un campo de fútbol.Estaba tan cerca del césped que podía escuchar a los jugadores e incluso podía entender a alguno de ellos. Aunque él creció acompañado del francés, que era la lengua que estudiaba y en la que hablaban sus amigos, su padre era inmigrante español y, aunque no había puesto mucho empeño en enseñárselo a su hijo, siempre se dirigía a él en su lengua materna.
Pero, a pesar de que el chico aguzaba el oído, había diferencias claras entre el uso del idioma en aquellos jugadores y la forma de hablar de su padre. El acento de La Plata era mucho más complicado para él. Aun así, esa familiaridad le generó la simpatía suficiente como para ir con ellos. Él iría con Uruguay.Un rayo, seguido del estruendo de un trueno. El chico había acudido solo al estadio. Eso le generaba cierta angustia aunque tenía que reconocer que Suiza era un lugar seguro. El partido había comenzado hacía poco. Él estaba, de pie, por detrás de la portería de Uruguay, en las primeras filas. A sus rivales no les entendía nada. Nada de nada. Los llamaban losmágicos magyares, era la Hungría de Ferenc Puskas.
De pronto hubo un gran tumulto y, entre empujones, notó como sus dos pies se elevaban del suelo ajenos a su voluntad. El miedo se apoderó de él por unos segundos en los que fue incapaz de dominar su cuerpo. Una turba enfervorecida estaba celebrando el gol de Zoltán Czibor para Hungría, que se ponía por delante en el marcador. Se dio cuenta de que la mayoría a su alrededor apoyaban a la selección centroeuropea. No había podido ver el gol. No era el más alto y tenía que estar mucho tiempo de puntillas o buscando el recoveco que le permitiese una mejor panorámica del juego. También le incomodaba saberse solo entre los rivales. Pero estaba disfrutando como nunca antes lo había hecho. Decidió intentar avanzar algunas filas para poder ver mejor. Aprovechó una ocasión fallida de los húngaros para hacerlo. Poco a poco llegó a la primera fila, aunque se había escorado respecto de la portería. Sintió algunas miradas acusadoras que le hicieron sentirse más pequeño. Pero ya no se movería de allí. Pudo ver el partido y observar que el campo era un barrizal. La pelota hacía continuos extraños a los jugadores y lo peor era que Uruguay apenas inquietaba a Hungría. Llegó el descanso con el 1-0 y enseguida comenzó el segundo tiempo. Más veloz aún llegó el segundo gol de los húngaros. No vio nada. De hecho no era capaz de ver la portería de enfrente. Vio al portero húngaro, Buzánszky, exclamar algo ininteligible con una mezcla de alegría y suficiencia. En el marcador, cambiaron el 1 por un 2, 2-0, gol de Hidegkuti. Uruguay destacaba por su bravura y su raza y poco a poco fueron encerrando a la selección magiar. Fue en el minuto 75 cuando Juan Eduardo "el Cordobés" Hohberg remató a gol un centro de Pepe Schiaffino. Al chico se le escapó una celebración algo más evidente de lo adecuado para estar tras la línea enemiga. Las miradas de los demás se revelaron más acusadoras. Él se empequeñeció aún más. Pero el encuentro continuaba y pronto se olvidó de su situación en la grada, en franca desventaja. Había acudido allí, solo como la una, para saber qué significaba vivir este espectáculo en directo y no se quería dejar amedrentar. Se centró en el juego. Uruguay apretaba cada vez más. Se habían lanzado al ataque sin cuartel y estaban haciendo un esfuerzo encomiable entre el agua y el barro. Fue en el minuto 86 cuando de nuevo Schiaffino logró desbordar en banda y poner un centro hacia atrás. De nuevo el jugador de origen argentino, de Córdoba, pero nacionalizado uruguayo, Hohberg logró hacerse con el balón, driblar a sus oponentes y al fango y conectar con el esférico que salió disparado y solo fue frenado por el cordaje de las mallas. El mundo se ralentizó. El chico vio el rostro manchado del goleador totalmente enloquecido. Corría en su dirección y eso le hizo sentirse como un verdadero privilegiado. Los ojos se le salían de las órbitas a Juan Hohberg y sus compañeros. Uruguay había empatado a falta de un suspiro y la alegría desbordaba las emociones de los pocos aficionados uruguayos y de buena parte de los suizos, que habían tomado parte por los sudamericanos. Hohberg fue placado por sus compañeros durante la celebración, interrumpiendo bruscamente su carrera. Cayó al suelo, a tres metros de distancia del chico. El resto de sus compañeros fueron generando, uno sobre otro, un túmulo sobre el goleador de forma que casi lo entierran vivo. Ese mausoleo humano se fue deshaciendo a medida que los jugadores se recomponían y volvían a sus posiciones para jugar los pocos minutos que faltaban. Cuando se miraron los unos a los otros se dieron cuenta de que faltaba uno... El chico estaba horrorizado. Intentaba gritar pero la vibración de sus cuerdas vocales no era capaz de emitir sonido alguno. Sus ojos se habían detenido en el tiempo, clavados sobre las blancas pupilas, sin vida, de Juan Eduardo Hohberg. ¿Es que nadie se había dado cuenta? El gesto inerte de la cara del jugador sería una imagen que jamás abandonaría el alma del pequeño aficionado.POSDATA. Juan Hohberg superó el infarto que sufrió en el minuto 85 de la semifinal del Mundial disputada entre Uruguay y Hungría el 30 de junio de 1954. Uruguay perdió 4-2 en la prórroga tras dos goles de Sándor Kocsis, con Hohberg en el campo. El jugador uruguayo falleció finalmente en 1996 tras una larga segunda oportunidad que le brindó la vida. Una verdadera prórroga.