La difusión de los valores es hoy en día un aspecto capital, que tiene una raíz histórica muy concreta. Los publicitarios se dieron cuenta hace años de que la tecnología había igualado tanto los productos que era muy difícil distinguirse de la competencia por algún aspecto estrictamente funcional. Por otra parte, descubrieron también que el público no era capaz de retener tanta información como quería transmitírsele en cada anuncio (descuentos, oportunidades, prestaciones), muy especialmente en los spots de televisión; eran demasiados datos para un espectador que está acostumbrado a la pasividad. Los datos, las argumentaciones racionales eran plenamente válidas para la publicidad en medios impresos (periódicos, revistas), pero ya no tanto para el medio audiovisual, que tiende a convertir todo en espectáculo. La imagen en movimiento induce más a la fascinación, al ensueño y al sentimiento.
¿Cuál ha sido el resultado? Si no era posible diferenciar al producto por alguna cualidad propia y específica, se diferenciaría por una cualidad ideal, onírica o añadida por el publicitario. Los mensajes de la publicidad rodearon entonces al producto de valores socialmente en alza, diferenciaron a los productos con valores o actitudes que poco o nada tenían que ver con el producto en sí. Y, de este modo, en los últimos veinte años hemos asistido a una publicidad que nos vende valores y estilos de vida tanto o más como nos vende bienes y servicios.