¿Qué vendía Marlboro? Pues ni más ni menos que un valor muy apreciado por los adolescentes: la libertad, el dominio, la independencia. Para un público todavía inmaduro, que no ha encontrado su lugar en el mundo de los adultos ni tiene la tan ansiada seguridad profesional, los anuncios de esta marca le ofrecen una recompensa emocional a través de pequeñas historias que hablan de seguridad, de libertad, de dominar un mundo salvaje y agreste.
¿Y qué ha vendido Camel durante varias décadas? No un cigarrillo más o menos suave, sino un valor muy concreto: “El sabor de la aventura”; es decir, evasión. En una sociedad tan tecnificada, tan llena de polución y de estrés, la propuesta de aventuras, de reencuentro personal con la libertad y con la naturaleza resultó una oferta estimulante durante los años ochenta. La evasión —toda la publicidad explota mucho este valor— era lo que realmente nos vendían sus anuncios. Así, hasta que —a principios de los noventa— decidió cambiar su posicionamiento y dirigirse a un público más joven, menos soñador de aventuras exóticas. Sus campañas, centradas ahora en la mascota de Joe Camel (convertida en muñeco de trapo) y con mensajes divertidamente paternalistas (“No tires un Camel encendido por la ventana”, etc.), mostraron una actitud más escéptica, más desenfadada e irónica, en un contexto deliberadamente urbano y juvenil. Habían cambiado los valores de su campaña, aunque el producto seguía siendo el mismo.
La publicidad, por tanto, se ha vuelto una suerte de comercio de valores: una publicidad más simbólica que real, más emotiva que racional; pero efectiva, al fin y al cabo.