Mi habitación tenía una sola puerta que con los años se había ido deteriorando: golpes, tropiezos.. Cuantas veces la arreglé, al final era un mapa de parches, eso sí muy bien disimulados. Cuando con los ojos cerrados pasaba las manos por su superficie, apenas si los notaba. Tenía incluso el tacto de una puerta nueva. Sin embargo, al quedar enfrente de la cama y al final del pasillo, la visión diurna me resultaba bastante deprimente. Ver todos esos parches, que me recordaban cada uno de los momentos en los que tuve que reemplazar los fragmentos originales.
Me asustaba el hecho de quitarla y más aún el sustituirla por una nueva que seguramente estaría condenada a sufrir el mismo destino.
Una mañana, al despertar, mi gata me ayudó a tomar una decisión. Desde el otro lado de la puerta la arañaba sin parar, se golpeaba incluso contra ella para intentar abrirla, maullando desconsoladamente.
Ese mismo día, con gran esfuerzo, arrastré la puerta a empujones hasta el contenedor más cercano.
Cuando terminé, respiré profundo y sin mirar atrás volví a mi habitación. Me tumbé en la cama y sentí una agradable sensación. Era como si el aire de mis pulmones se expandiese lentamente, ayudando a descontracturar cada músculo, liberando la opresión que sentía desde hacía mucho tiempo.